BAAM

novedad invierno 2021
 

 

Presentamos el incisivo libro de la autora estadounidense Robin DiAngelo, que impactó en la conciencia norteamericana a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía de Mineápolis.

Como afirma la autora:

Estados Unidos se fundó sobre el principio de que todas las personas nacen iguales. Sin embargo, la nación se estrenó con el intento de genocidio de los pueblos indígenas y el robo de su tierra. La riqueza americana se construyó con la mano de obra de los africanos secuestrados y esclavizados y sus descendientes. A las mujeres se les negó el derecho a voto hasta 1920 y a las mujeres negras se les negó el acceso a este derecho hasta 1965. El término política identitaria se centra en las barreras contra las que ciertos grupos específicos chocan en su lucha por la igualdad. Todavía no hemos alcanzado nuestro principio fundacional, pero cualquier logro conseguido hasta la fecha ha sido gracias a la política identitaria.
Las identidades de quienes se han sentado a las mesas del poder en este país son de una similitud notable: blancos, hombres, de clase media y alta, sin discapacidades. Puede que reconocer esta certeza se descarte como corrección política, pero sigue siendo una certeza. Las decisiones que se toman en esas mesas repercuten en la vida de quienes no están sentados a ellas. La exclusión de quienes están sentados a la mesa no obedece a una intención deliberada; no es necesario tener la intención de excluir para que nuestras acciones propicien la exclusión. Si bien la violencia implícita siempre está latente, porque todos los seres humanos tenemos prejuicios, la desigualdad puede darse sencillamente a través de la homogeneidad; si yo no soy consciente de las barreras contras las que tú chocas, no las veré, y menos aún podré sentirme motivada para eliminarlas. Del mismo modo, tampoco me sentiré motivada para eliminar determinadas barreras si estas me proporcionan alguna ventaja a la que creo tener derecho.

 

La fragilidad blanca es una idea verdaderamente transformadora; es un concepto indispensable que nos invita a analizar detenidamente la blanquitud tal como la entienden los blancos y sus reacciones defensivas cuando les exigimos responsabilidades por una blanquitud que ha pasado de puntillas por el tema de la raza durante demasiado tiempo. DiAngelo es sabia y fulminante en su implacable ataque contra lo que Langston Hughes llamó «las maneras de los blancos». Pero es clarividente y nada sentimental cuando desenreda los entreverados hilos del destino social y la prescripción política que atan la identidad blanca a la neutralidad moral y la universalidad cultural.
DiAngelo cuestiona valientemente la fusión de la blanquitud con la identidad nacional. Una autoridad como Beyoncé Knowles, nada menos, constató recientemente: «Se ha dicho que el racismo es tan americano que cuando nos quejamos de él algunos dan por hecho que nos quejamos de América». DiAngelo demuestra que Beyoncé está en lo cierto, que el trasvase de identidad blanca a identidad estadounidense —de convicciones racistas a convicciones nacionales— debe encararse de frente, insistiendo a pleno pulmón en que ser estadounidense no significa lo mismo que ser blanco, al menos no exclusivamente, ni siquiera principalmente. (Michael Eric Dyson)

 

Mireia Sentís conversa con Jordi Bartomeus en betevé sobre Fragilidad blanca. ¿Por qué es tan difícil para los blancos hablar de racismo?

 

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Le Monde Diplomatique se hace eco de la Publicación de Fragilidad blanca:

Fragilidad blanca

por Manuel S. Jardí, abril de 2021

Estados Unidos se fundó sobre el principio de que todas las personas nacen iguales. Sin embargo, como advierte la autora en su introducción, la nación se estrenó con el intento de genocidio de los pueblos indígenas y el robo de su tierra. “La riqueza americana se construyó con la mano de obra de los africanos secuestrados y esclavizados y sus descendientes. A las mujeres se les negó el derecho a voto hasta 1920 y a las mujeres negras se les negó el acceso a este derecho hasta 1965”. El fallo del sistema actual es la reproducción de la desigualdad racial. “Nuestras instituciones han sido diseñadas para reproducir la desigualdad racial y lo hacen con eficacia. Nuestros centros escolares son especialmente eficaces en esta tarea”. Acaso la forma más perniciosa de presión sobre las personas de color, subraya, sea confabularse con la fragilidad blanca minimizando sus experiencias raciales para acomodarlas a la denegación y el recelo blancos. “En otras palabras, no comparten su dolor con nosotros porque no podemos soportarlo”. La fragilidad blanca, pues, ha funcionado para impedir que las personas de color desafiaran el racismo a cambio de evitar la cólera blanca. “Pero si no desafiamos a las personas blancas por su racismo estaremos manteniendo el orden racial y la posición de los blancos en el mismo”. El libro de DiAngelo es útil para quien quiera comprender cómo se desarrolla la fragilidad blanca, cómo protege la desigualdad y qué se puede hacer para que el diálogo sobre el racismo se convierta en algo fructífero en vez de un camino sin salida.

Artículo completo en Le Monde diplomatique en español

 
novedad verano 2020



De la Introducción de Jesmyn Ward, traducción de María Enguix Tercero:


La próxima vez el fuego se divide a grandes rasgos en dos partes: una carta al sobrino de Baldwin, que aguarda con anhelo el futuro, y un ensayo sobre religión y la Nación del Islam, que aborda el pasado y el presente de Baldwin. Al principio pensé que Esta vez, el fuego se dividiría en tres partes, inspiradas a grandes rasgos en la división cronológica de Baldwin: ensayos o poemas sobre el pasado, a modo de «legado»; ensayos o poemas sobre el presente, que llamaría «ajuste de cuentas»; y ensayos o poemas sobre el futuro, o «júbilo». Y todas ellas combatirían los fantasmas de la raza y la historia en América, y exploraría cómo estos fantasmas nos rondan ahora. Sin embargo, conforme fueron llegando estos trabajos que mi editora y yo habíamos pedido, comprendí que la estructura que había previsto para el libro no sería tan ordenada como había pensado al principio. Pero es que la raza en América no es asunto ordenado. Solo tres de los trabajos remitidos hacían referencia explícita al futuro. La mayoría de autores y autoras estaban más interesados en el pasado y en el presente. Y eso me dijo dos cosas. En primer lugar, confirmaba que el pasado y el presente están inextricablemente entrelazados, y que este pasado pesa mucho en el futuro; no podemos hablar de que las vidas negras importan o de la brutalidad policial sin tener en cuenta la fundación de este país. Debemos reconocer las plantaciones, debemos desplegar sábanas blancas, debemos recordar la diáspora para entender lo que está sucediendo en la actualidad. En segundo lugar, revelaba cierto agotamiento, o eso creo. Estamos cansados. Estamos cansados de tener que buscar la manera de contarles a nuestros hijos que Estados Unidos los minusvalora, y que incluso podría matarlos. Esta es la conversación que queremos evitar. Estamos cansados de sentirnos futiles ante este peligro siempre presente, esta historia omnipotente, basada como este país lo está, fundada como este país lo fue, en nuestra subyugación. Pero los escritos de este libro que sí invocan el futuro la carta de Daniel José Older a su mujer y a su futuro hijo, el poema de Natasha Trethewey sobre los múltiples planos en los que existe el tiempo, y el ensayo de Edwidge Danticat, que explora la idea de que las personas de la diáspora negra deben ser consideradas como personas refugiadas me ayudan a creer que tener esta conversación con mi hija en el futuro es algo posible. Estos escritos me dan palabras que podré usar para dejar atrás el miedo y el agotamiento, y hablar con mi hija, mis sobrinas y sobrinos. Esta obra me ayuda a creer que es un trabajo que merece la pena, y que remover las aguas sirve de algo.

Si fuera más lista, quizás no diría esto, pero doy fe de ello porque así lo siento: estos ensayos me dan esperanza. Creo que hay poder en las palabras; el poder de afirmar nuestra existencia, nuestra experiencia, nuestras vidas, a través de las palabras. Creo que compartir nuestras historias confirma nuestra humanidad. Creo que crea comunidad, tanto dentro de la nuestra como fuera de ella. Puede que alguien que no nos percibía como humanos cambie de opinión después de leer el ensayo de Garnette Cadogan sobre el cuerpo negro en el espacio, o después de leer el trabajo de Emily Raboteau sobre los murales urbanos. Quizás, después de leer el ensayo de Kiese Laymon sobre los artistas negros y el amor negro y OutKast, o después de leer el trabajo de Mitchell S. Jackson sobre los «padres compuestos», el lector pueda verlos como yo, con otros ojos. Quizás, después de leer el ensayo de Rachel Kaadzi Ghansah sobre Baldwin o el hilarante ensayo de Kevin Young sobre Rachel Dolezal y qué significa ser negro, el lector llore conmovido y sus lágrimas se transformen en risa y quizás, al hacerlo, sienta afinidad.

Al final de La próxima vez el fuego, Baldwin escribe:

 

Este pasado, el pasado del Negro, hecho de soga, fuego, tortura, castración, infanticidio, violación; de muerte y humillación; de miedo por el día y de miedo por la noche, un miedo tan hondo como la médula del hueso; la duda de merecer la vida, puesto que en su entorno todos se la negaban; el dolor por sus mujeres, por sus parientes, sus hijos, que necesitaban su protección, y a los cuales no podía proteger; de furia, odio y asesinato, un odio tan hondo hacia los blancos que a menudo se volvía contra él y los suyos e imposibilitaba todo amor, toda confianza, toda dicha; este pasado, esta lucha incesante para alcanzar, revelar y confirmar una identidad humana, una autoridad humana, contiene sin embargo, pese a todo su horror, algo muy hermoso..., quien no puede sufrir no puede crecer, nunca podrá descubrir quién es... Ahora hemos de asumir que todo está en nuestras manos; no tenemos derecho a creer lo contrario. Si nosotros y ahora me refiero a los blancos relativamente conscientes y a los negros relativamente conscientes, que, como los amantes, hemos de insistir en la conciencia de los demás, o crearla, si nosotros no vacilamos en cumplir con nuestro deber ahora, seremos capaces, por pocos que seamos, de terminar con esta pesadilla racial, de mejorar nuestro país y de cambiar la historia del mundo. Si no nos atrevemos a todo, el cumplimiento de esta profecía, recreada de la Biblia en el canto de un esclavo, se cernirá sobre nosotros: «Dios dio a Noé la señal del arcoíris: ¡No habrá más agua; la próxima vez, el fuego!».

 

Espero que al leer este libro cada uno de vosotros tenga la sensación, queridos lectores, de que estamos sentados juntos vosotros y yo, y Baldwin y Trethewey y Wilkerson y Jeffers y Walters y Anderson y Smith, y todos los escritores serios y clarividentes de este libro, y de que estamos componiendo nuestra historia juntos. De que estamos escribiendo una epopeya en la cual las vidas negras tienen un valor, en la cual los jóvenes negros puedan ir a pie a la tienda y comprar caramelos sin pensar que van a morir, en la cual las jóvenes negras puedan tener un mal día y ser unas bocazas sin que un agente de policía las agreda físicamente, una epopeya en la cual los policías vean a niños negros de doce años jugando con pistolas de mentira como niños bobos y no como maniacos homicidas, en la cual las mujeres negras puedan pararse a preguntar una dirección sin que los propietarios blancos paranoicos les disparen en la cara.

Ardo, y tengo esperanza.


Jesmyn Ward


Ficha técnica:
título: Esta vez el fuego
subtítulo: Una nueva generación habla de la raza
título original: The Fire This Time
autora: Jesmyn Ward (ed.)
ilustración de cubierta: Alma Thomas
traducido del inglés por María Enguix Tercero
ISBN 978-84-121662-1-7 - nº de páginas: 248 - PVP 18 €
colección Biblioteca Afro Americana Madrid BAAM, 12
IBIC JPW Estudios culturales
JPW Activismo político
!KB América del Norte

El duelo es ley de vida para las personas negras

La poeta Claudia Rankine analiza los tics racistas del imaginario estadounidense en un ensayo incluido en la antología 'Esta vez, el fuego', que se publica este mes dentro de la Biblioteca Afroamericana de Madrid


Manifestantes ondeando una bandera afroamericana de Estados Unidos durante una protesta del movimiento Black Lives Matter en Seattle, el 14 de junio.
Manifestantes ondeando una bandera afroamericana de Estados Unidos durante una protesta del movimiento Black Lives Matter en Seattle, el 14 de junio.

Una amiga me dijo hace poco que cuando dio a luz a su hijo, antes de ponerle nombre, antes de darle el pecho siquiera, lo primero que pensó fue: tengo que sacarlo de este país. Nos echamos a reír. Puede que nuestro humor negro tuviera que ver con la conciencia de que sacarlo no era ni una opción ni un deseo real. Así es nuestra vida. Trabajamos en este país, tenemos la nacionalidad estadounidense, pensiones, seguro médico, familia, amigos, etcétera, etcétera. Mi amiga no podía irse y no se fue. Años después del nacimiento de su hijo, cada vez que este sale de casa, su condición de madre de un ser humano vivo sigue siendo tan precaria como siempre. A los miedos naturales de cualquier progenitor que afronta la aleatoriedad de la vida se suma este otro conocimiento de los mecanismos del racismo institucional en nuestro país. La nuestra fue una risa de vulnerabilidad, miedo, reconocimiento y un atoramiento absurdo.

Le pregunté a otra amiga cómo es ser madre de un hijo negro. “El duelo es ley de vida para las personas negras”, dijo sin rodeos. Para ella, el duelo existía en tiempo real dentro de su realidad y la de su hijo: en el momento menos esperado, ella podía perder la razón de su vida. Aunque al imaginario blanco liberal le gusta sentirse temporalmente mal ante el sufrimiento negro, no existe realmente un modo de empatía que pueda reproducir la tensión diaria que experimentas como persona negra cuando sabes que pueden matarte simplemente por ser negra: nada de manos en los bolsillos, nada de escuchar música, ni movimientos bruscos, ni conducir tu coche, ni caminar de noche, ni caminar de día, ni torcer por esa calle, ni entrar en aquel edificio, ni ponerte firme, ni quedarte aquí de pie, ni quedarte ahí de pie, ni responder, ni jugar con pistolas de juguete, ni vivir siendo negro.

Once días después de que yo naciera, el 15 de septiembre de 1963, cuatro chicas negras murieron en el atentado de la Iglesia Baptista de la calle 16 en Birmingham, Alabama. Ahora, cincuenta y dos años más tarde, seis mujeres negras y tres hombres negros han sido acribillados durante una reunión de estudio de la Biblia en la histórica Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel de Charleston, en Carolina del Sur. El asesino es un terrorista del país, que se ha identificado como supremacista blanco, que también podría ser un “joven hombre perturbado” (como lo describieron varias agencias de noticias). Se sabe que una mujer negra y su nieta de cinco años sobrevivieron al tiroteo haciéndose las muertas. Son dos de los tres supervivientes del atentado. La familia blanca del sospechoso dice que para ellos es un momento difícil. Esto es indiscutible. Sin embargo, para las familias afroamericanas, vivir en un estado de duelo y miedo permanente es lo normal.

El espectáculo del tiroteo sugiere un suceso extemporáneo, como si el asesinato de personas negras con “justificación de supremacista blanco” solo interrumpiera la programación televisiva habitual. Sin embargo, Dylann Storm Roof no se creó a sí mismo de la nada. Creció con la retórica y la orientación del racismo. Ha visto a hombres blancos como Benjamin F. Haskell, Thomas Gleason y Michael Jacques declararse culpables, o ser condenados, por incendiar la Iglesia Macedonia de Dios en Cristo en Springfield, Massachusetts, tan solo unas horas después de que Obama fuera elegido presidente. Cada una de sus declaraciones racistas pudo haberlas oído a lo largo de toda su vida. Él, como todos nosotros, ha estado viviendo en compañía de cuerpos negros asesinados.

Aunque al imaginario blanco liberal le gusta sentirse temporalmente mal ante el sufrimiento negro, no existe realmente un modo de empatía que pueda reproducir la tensión diaria que experimentas como persona negra

Vivimos en un país donde los americanos asimilan cadáveres en sus idas y venidas diarias, donde los negros muertos forman parte de la vida normal. Pereciendo en las bodegas de los barcos, arrojados al Atlántico, colgados de árboles, golpeados, tiroteados en iglesias, acribillados por la policía o hacinados en prisiones: históricamente, no existe lo cotidiano sin el cuerpo negro esclavizado, encadenado o muerto sobre el que posar la mirada, del que se oye hablar o contra el que uno se posiciona. Cuando el trastorno de nuestra cultura abruma a las personas negras y estas salen a protestar (a la larga, en perjuicio nuestro, porque las protestas dan una justificación a la policía para militarizarse, como sucedió en Ferguson), la pregunta errónea que se formula es: “¿Qué clase de salvajes somos?”. Cuando debería ser: “¿En qué clase de país vivimos?”.

En 1955, cuando el cuerpo mutilado e hinchado de Emmett Till fue rescatado del río Tallahatchie y colocado para su sepultura en una caja de pino cerrada con clavos, su madre, Mamie Till Mobley, pidió que trasladaran su cuerpo desde Misisipi, donde Till había ido a visitar a sus parientes, a su casa en Chicago. Cuando la funeraria de Chicago recibió el cuerpo, la madre tomó una decisión que abriría un nuevo camino al modo de reflexionar sobre un cuerpo linchado. Solicitó que el ataúd permaneciera abierto y permitió que tomaran y publicaran fotografías del cuerpo desfigurado de su difunto hijo.

La negativa de Mobley a que el duelo privado fuera privado permitió presentar como prueba un cuerpo que no significaba nada para el sistema de justicia penal. Al colocarse ella y colocar el cadáver de su hijo en posiciones que rechazaban la etiqueta del duelo, Mobley se desidentificó de la tradición de la figura linchada expuesta a la visión pública como una advertencia a la comunidad negra, y utilizó, de esta forma, la tradición del linchamiento contra sí misma. En sus manos, el espectáculo del cuerpo negro publicitó la injusticia grabada en el cuerpo inánime de su hijo. “Que la gente vea lo que yo veo ―dijo, y añadió―: Creo que todo Estados Unidos está de luto conmigo”.

Es muy poco probable que el duelo nacional se cumpliera plenamente, como ella creía, pero su deseo de introducir el duelo en nuestro mundo cotidiano era una nueva clase de lógica. Al negarse a apartar la mirada de la carne de nuestros asesinatos nacionales, al insistir en que mirásemos con ella a los muertos, reformuló el duelo como un método de conocimiento que ayudó a reactivar el movimiento de los derechos civiles en los años 1950 y 1960.

La decisión de no publicar fotografías del escenario del crimen en Charleston, acaso por deferencia a las familias de los fallecidos, no frustra nuestro duelo. Pero con esta decisión, los cuerpos que demuestran trágicamente que “la piel negra no es un arma” (como rezaba un cartel en una protesta del año pasado) son transformados en una abstracción. Una cosa es imaginar nueve cuerpos negros sangrando en el suelo de una iglesia y otra, verlos. La falta de pruebas visuales contrasta con lo que vimos en Ferguson, donde la policía, en su negativa a mover el cuerpo de Michael Brown, acaso cogió el testigo de la madre de Till sin saberlo.

El imaginario americano nunca se ha recuperado completamente de sus comienzos supremacistas blancos. Nuestras leyes han venido presionando contra la devaluación del cuerpo negro

Después de dispararle seis veces, dos de ellas en la cabeza, los agentes de policía abandonaron el cuerpo de Brown bocabajo en la calle. Fueran cuales fueran sus razones, con la decisión de no mover el cadáver de Brown durante cuatro horas después de dispararle, la policía convirtió el duelo de su muerte en una parte de lo que implicaba asimilar los detalles de su historia. Nadie podía considerar los hechos de la interacción entre Michael Brown y el agente de policía de Ferguson, Darren Wilson, sin pensar también en el cuerpo acribillado a balazos que sangraba en el asfalto. Sería un error presumir que todo el que vio la imagen lloró la muerte de Brown, pero una vez expuesta a esta imagen, una persona debía decidir si el cuerpo negro muerto importaba lo suficiente como para ser llorado. (Sin duda, otra opción es que el cuerpo deviene un espectáculo para la pornografía blanca: el cuerpo muerto como un objeto que satisface un deseo ilícito. Tal vez aquí es donde encaja Dylann Storm Roof).

Black Lives Matter, el movimiento fundado por las activistas Alicia Garza, Patrisse Cullors y Opal Tometi, partió de la premisa de que la experiencia inconmensurable del racismo sistémico crea un terreno de juego desigual. El imaginario americano nunca se ha recuperado completamente de sus comienzos supremacistas blancos. En consecuencia, nuestras leyes y actitudes han venido presionando contra la devaluación del cuerpo negro. Pese a las buenas intenciones, las asociaciones de la población negra con una delincuencia inarticulada y bestial persisten bajo la apariencia del civismo blanco. Esta suposición enmarca tanto como determina nuestras interacciones y experiencias individuales como ciudadanos.

La tendencia estadounidense a normalizar situaciones colocando en el centro la blanquitud se puso de relieve una vez más, consciente o inconscientemente, cuando ciertos blancos, como el presidente del Smith College, quisieron modificar la expresión Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”) por All Lives Matter (“Todas las vidas importan”). Lo que en su superficie pretendía pasar por un movimiento humanista ―”¿pero es que no somos todos personas?”― no tuvo en cuenta un sistema acostumbrado a la existencia de cadáveres negros en los espacios públicos. Cuando el juez en la audiencia de fianza de Charleston pidió apoyo para la familia de Roof, también fue una forma sutil de desplazar la valoración del cuerpo negro en nuestros tiempos de honda desesperación.

El racismo contra los negros está en la cultura. Está en nuestras leyes, en nuestros anuncios, en nuestras amistades, en nuestras ciudades segregadas, en nuestras escuelas, en nuestro Congreso, en nuestros experimentos científicos, en nuestra lengua, en internet, en nuestros cuerpos sea cual sea nuestra raza, en nuestras comunidades y, acaso más devastadoramente, en nuestros sistema judicial. Los cuerpos negros inermes asesinados en espacios públicos convierten el dolor en nuestra sensación cotidiana de que algo anda mal en todas partes y a todas horas, aunque a nuestro alrededor las cosas aparenten normalidad. Tomarse un café, pasear al perro, leer el periódico, subir en el ascensor a la oficina, dejar a los niños en el colegio: toda esta vida amable está envuelta en la sensación ambiental de que en cualquier momento una persona negra está siendo asesinada en la calle o en su casa por el odio armado de un conciudadano estadounidense.

La estudiante Zaniya Joe, en una protesta de Black Lives Matter convocada en la Penn State University (Pensilvania), en 2014.
La estudiante Zaniya Joe, en una protesta de Black Lives Matter convocada en la Penn State University (Pensilvania), en 2014. AP

El movimiento Black Lives Matter puede entenderse como el intento de que el duelo siga siendo una dinámica abierta en nuestra cultura, porque las vidas negras existen en un estado de precariedad. El duelo comporta entonces la vulnerabilidad inherente a las vidas negras y también la inestabilidad relativa a un futuro para estas vidas. A diferencia de los primeros movimientos black power, que intentaron combatir o segregar por su supervivencia, Black Lives Matter se alinea con los muertos, continúa el duelo e impide nuestro olvido. Si el movimiento de los derechos civiles del reverendo Martin Luther King, Jr. hizo demandas que alteraron el curso de las vidas estadounidenses y respaldó estas demandas con la buena voluntad de dar la vida en servicio de los derechos civiles, con Black Lives Matter se está pidiendo un cambio más interiorizado: el reconocimiento.

La verdad, tal como yo la veo, es que si los hombres y las mujeres negras, si los niños y las niñas negras importaran, si nos vieran como vidas, no estaríamos muriendo simplemente porque no les gustamos a los blancos. Nuestras muertes dentro de un sistema racista existían antes de que hubiéramos nacido. El legado de los cuerpos negros como propiedad y, posteriormente, como tres quintas partes de un ser humano, sigue contaminando el imaginario blanco. Para habitar plenamente nuestra ciudadanía, tenemos no solo que entender esto, sino también sostenerlo. En palabras de la dramaturga Lorraine Hansberry: “El problema es que tenemos que encontrar la forma, mediante estos diálogos, de decirle al liberal blanco que deje de ser un liberal y se transforme en un radical estadounidense, y de animarle a que lo haga”. Y, como ha escrito mi amigo el crítico y poeta Fred Moten: “Creo en el mundo y quiero estar en él. Quiero estar en él hasta el final, porque creo en otro mundo y quiero estar en ese mundo”. Este otro mundo, ese mundo, será probablemente uno donde las vidas negras importen. Pero no podremos llegar a él si no reconocemos plenamente lo que hay aquí, en este.

El odio crudo de Dylann Storm Roof a las personas negras; Black Lives Matter; vecinos que graban los asesinatos de negros; el Departamento de Policía de Ferguson que deja el cuerpo de Brown tirado en la calle; todas estas acciones prueban lo que Mamie Till Mobley creía: que necesitamos ver o escuchar la verdad. Necesitamos saber la verdad de cómo murieron los cuerpos para interrumpir el curso de la vida normal. Pero si mantener a los muertos en primera línea de nuestra conciencia es crucial para nuestro cuerpo político, ¿qué hay de las familias de los muertos? ¿Cómo debe sentarle a un pariente del fallecido que este sea más importante como prueba que como individuo al que dar sepultura o dejar descansar en paz?

A diferencia de los primeros movimientos black power, Black Lives Matter se alinea con los muertos, continúa el duelo e impide nuestro olvido

A la madre de Michael Brown, Lesley McSpadden, la mantuvieron alejada del cuerpo de su hijo porque era una prueba. Le negaron sus derechos de madre, un hecho penoso que recuerda los tiempos anteriores a la Guerra Civil, cuando, como esclava, no habría tenido ningún derecho legal hacia su vástago. McSpadden se enteró de su nueva identidad como madre de un hijo muerto por los transeúntes: “Había unas chicas allí que lo habían grabado todo”, dijo a los reporteros. Una chica, dijo, “me enseñó una foto en su teléfono. Me dijo: ‘¿No es este su hijo?’. Grité aún más fuerte, tener que ver algo así, a mi hijo allí tirado sin vida, sin ninguna razón aparente”. Rodeando el perímetro alrededor del cuerpo de su hijo, McSpadden intentó dispersar al gentío: “Lo único que quiero es que recojan a mi niño”.

McSpadden, a diferencia de Mamie Till Mobley, parecía tener pocos deseos de exponer el cadáver de su hijo a los medios de comunicación. Su hijo no era un cuerpo huérfano que debiera exponerse a todas las miradas. Ella quería que lo cubrieran y lo apartaran de la vista. Le pertenecía a ella, era su niño. Después de que se llevaran finalmente el cadáver de Brown, tuvieron que pasar dos semanas antes de que su familia pudiera verlo. Esta pérdida de control y de autoridad podría explicar por qué, tras la muerte de Brown, McSpadden se vio supuestamente en la situación precaria de increpar a los vendedores callejeros que vendían camisetas exigiendo justicia para Michael Brown utilizando el nombre de su hijo. No solo los procedimientos en torno al cadáver de su hijo estaban fuera de su control; su nombre había sido mercantilizado y asimilado a nuestros modos de capitalismo.

Algunos vecinos de McSpadden en Ferguson también quisieron marcar distancia entre ellos y la vida pública de la muerte de Brown. No necesitaban un recordatorio constante de que en su barrio los cuerpos negros no son importantes para las fuerzas policiales. A petición de la comunidad, el padre de Brown retiró finalmente las ofrendas originales improvisadas —con flores, fotografías, notas y ositos de peluche— en el que habría sido su cumpleaños y las sustituyeron por una placa oficial instalada en la acera junto al lugar donde había muerto Brown. Según su deseo, los transeúntes pueden interactuar con el recordatorio permanente o pasar de largo.

A fin de alejarse del lugar donde fue asesinado su hijo Tamir Rice, Samaria dejó su casa en Cleveland y se fue a vivir a un albergue para indigentes (al final, su familia se la llevó de nuevo a casa). “El mundo entero ha visto el mismo vídeo que yo”, dijo del vídeo en el que se ve a un agente de policía disparando a Tamir. Este vídeo, que los medios de comunicación retransmitieron sin descanso, documentaba los dos segundos que marcaron el final de la vida de su hijo y se convirtieron en un documento al alcance de cualquiera. Es posible que este escrutinio compartido explique por qué la policía retuvo el cuerpo de su hijo de doce años durante seis meses después de su muerte. Todo el mundo pudo ver eso que la policía habría tenido que justificar. El sistema judicial no fue capaz de hacerlo, y un juez halló causa probable para acusar de asesinato al agente que disparó a Rice, mientras que el gran jurado rehusó procesar a ninguno de los agentes involucrados. Entretanto, para Samaria Rice, el recuerdo de su hijo insepulto hizo que su barrio le resultara insoportable.

“Quiero ver que un policía le dispara a un adolescente blanco desarmado por la espalda. Entonces, cuando me preguntéis '¿Se acabó?', diré que sí ”, dejó dicho Toni Morrison

Con independencia de los deseos de estas madres —madres de hombres como Brown, John Crawford III o Eric Garner, y también madres de mujeres y niñas como Rekia Boyd y Aiyana Stanley-Jones, todos ellos asesinados por la policía—, las muertes de sus hijos permanecerán en el discurso público. Aquellos que creen que el mismo comportamiento que les costó la vida, caso de haber sido exhibido por un hombre o un niño blanco, no habría terminado en su muerte, defienden también que el duelo público debe continuar y seguir presente indefinidamente porque los agentes involucrados en estos casos no fueron acusados o condenados posteriormente. “Quiero ver que un policía le dispara a un adolescente blanco desarmado por la espalda”, dijo Toni Morrison en abril. Y prosiguió: “Quiero ver a un hombre blanco condenado por violar a una mujer negra. Entonces, cuando me preguntéis ‘¿Se acabó?’, responderé que sí”. Morrison está en lo cierto cuando sugirió que esta acción señalaría un cambio, pero el cambio real necesita ser una reorientación de la fe interior. Para que cualquier acción de un sistema de justicia político implique un verdadero cambio social, primero es preciso un reto individual.

Los asesinatos de Charleston nos alertaron de la realidad de un sistema muy enraizado en el racismo contra los negros, tanto que el día menos pensado puede abrirse la veda sobre cualquier persona negra; anciana o joven, hombre, mujer o niño. No existe una realidad equivalente para los estadounidenses blancos. Podemos distanciarnos de esta certeza hasta el siguiente asesinato horrendo, pero no seremos capaces de dejarla atrás. La autoridad que la Historia ejerce sobre nosotros no se quebrará si seguimos silenciando sus efectos constantes.

Es necesario un estado continuado de duelo nacional por las vidas negras si queremos señalar la innegable devaluación de estas vidas. Nuestro deseo es que el reconocimiento rompa una inercia que las leyes no han alterado. Susie Jackson; Sharonda Coleman-Singleton; DePayne Middleton-Doctor; Ethel Lee Lance; el reverendo Daniel Lee Simmons, Sr.; el reverendo Clementa C. Pinckney; Cynthia Hurd; Tywanza Sanders; y Myra Thompson fueron asesinados porque eran negros. Es extraordinario con qué normalidad se asienta nuestro dolor en este hecho. Una amiga me dijo: “Estoy muy asustada, todos los días”. La infancia de su hijo le parece un imposible, porque el hijo tendrá que ser ―tiene que ser― mucho más cuidadoso. Nuestro duelo, este duelo, transcurre al compás de nuestras vidas. No hay vida fuera de nuestra realidad en este país. ¿Es esto algo que los padres de los niños blancos pueden ver y conocer? Esta es la pregunta que me ronda sin cesar. El duelo nacional, como defiende Black Lives Matter, es un modo de intervención e interrupción que podría asimilarse a la categoría de exasperación ciudadana. Todo esto es posible; pero también es posible reconocer que nuestro problema estriba en la falta de sentimientos hacia el otro. Así pues, el dolor por esos otros fallecidos podría poner a algunos de nosotros, por primera vez, del lado de los vivos.

Traducción de María Enguix Tercero, Babelia, El País, 16 de junio de 2020

Claudia Rankine (Kingston, Jamaica, 1963) es poetisa, dramaturga y ensayista estadounidense, autora del libro de poesía Ciudadana (Pepitas de Calabaza). Este texto está incluido en Esta vez, el fuego: Una nueva generación habla de la raza, antología editada por Jesmyn Ward que Ediciones del Oriente y del Mediterráneo publica el 22 de junio dentro de su colección BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid), codirigida por Mireia Sentís y José Luis Gallero..



Jugando en la oscuridad radiografía con precisión la huella afroamericana en la cultura de un país que sería irreconocible sin ella.

Las tres conferencias que componen este breve libro las impartió Toni Morrison en la Universidad de Harvard un año antes de recibir el Premio Nobel de Literatura. Constituyen una profunda reflexión sobre la constante y, sin embargo, velada presencia negra en la literatura clásica norteamericana (Poe, Beecher Stowe, Melville, Twain, Cather, Faulkner, Hemingway…) y la forma en que esa presencia es utilizada con la finalidad de establecer la identidad blanca.

Obra de una autora no menos intrépida en su crítica literaria que en sus novelas, Jugando en la oscuridad fue desde su aparición en 1992 un libro clave para los estudios sobre la negritud y la blanquitud. Sus páginas no solo exploran la mente, imaginación y conducta de los esclavizados, sino el impacto que la ideología racial causa en la mente, imaginación y conducta de los blancos. El tema de Morrison es la presencia, en el corazón mismo de las letras estadounidenses, de una población, la afroamericana, «que siempre ha mantenido una existencia íntima con la población dominante y, al mismo tiempo, desquiciadamente separada de ella». Su conclusión es taxativa: «Nada puso tan de relieve el concepto de libertad, si es que no lo creó, como la esclavitud».

Ficha técnica:
Autor: Toni Morrison
Título: Jugando en la oscuridad
Traducido del inglés por Pilar Vázquez
ISBN 978-84-948759-7-7 - 128 páginas - PVP 12 euros
colección Biblioteca Afro Americana Madrid BAAM, 12
IBIC JPW Estudios culturales
JPW Activismo político
!KB América del Norte




Los escritos compilados en este volumen proceden de épocas y autores tan distintos en edad como en intereses. Cada uno de ellos aborda un tema específico desde un punto de vista, un tono y un género literario diferente. Sin embargo, parten de una experiencia común que sin duda los une en un solo colectivo: el que constituye el Cuerpo político negro de Norteamérica.
Mireia Sentís
Ficha técnica:
Autor: Mireia Sentís (ed.)
Título: Cuerpo político negro
Traducido del inglés por Malika Embarek y María Enguix
Nota preliminar de Mireia Sentís
ISBN 978-84-946564-5-3 - 304 páginas - PVP 20 euros
colección Biblioteca Afro Americana Madrid BAAM, 10
IBIC JPW Estudios culturales
JPW Activismo político
!KB América del Norte

Imagen de cubierta: Bill Traylor (Benton, Alabama, 1853; Montgomery, Alabama, 1949). Tenía once años al final de la Guerra de Secesión, y durante toda su vida trabajó como aparcero en la misma finca. A los 85, comenzó a pintar en las calles de Montgomery.
Artículos, por orden de aparición, de:
Zora Neale Hurston (Notasulga, Alabama, 1891; Fort Pierce, Florida 1960). Escritora y antropóloga, su obra literaria figura entre las más relevantes del Renacimiento de Harlem.

James Baldwin (Nueva York, 1924; Saint-Paul de Vence, 1987). Brillante portavoz generacional de su comunidad, dedicó novelas y ensayos al análisis de la condición afroamericana. Emigró a Francia en 1948.

June Jordan (Nueva York, 1936; Berkeley, California, 2002). Poeta, ensayista, feminista y activista civil, fue catedrática de Estudios Afroamericanos en la Universidad de Berkeley.

Kobena Mercer (Londres, 1960). Catedrático de Historia del Arte y de Estudios Afroamericanos de la Universidad de Yale, es experto en políticas de la representación.

bell hooks (Hopkinsville, Kentucky 1952). Artista, crítica cultural y teórica del feminismo, fundó en 2014 el bell hooks institute, dedicado a la investigación de los sistemas de explotación y opresión. Nacida Gloria Watkins, utiliza seudónimo «para combatir el énfasis que suele ponerse en quién habla, y no en qué se dice».

Marlon T. Riggs (Fort Worth, Texas 1957; Oakland, California, 1994). Escritor y director de cine, fue profesor en la Universidad de Berkeley. Recibió un premio Emmy (1987) y el galardón al mejor documental en el Festival de Cine de Berlín (1989).

Cornel West (Tulsa, Oklahoma 1953). Filósofo y miembro de Democratic Socialists of America, ha impartido docencia en las  universidades de Princeton, Harvard, Yale y París.

Lisa Jones (Nueva York, 1961). Dramaturga y periodista en medios escritos y radiofónicos, ha publicado tres libros en colaboración con Spike Lee. Es hija de los escritores Hettie Jones (nacida Hettie Cohen) y Amiri Baraka (nacido LeRoy Jones).

Patricia J. Williams (Boston, 1951). Escritora y catedrática de Derecho de la Universidad de Columbia, Nueva York, publica regularmente en The Nation y forma parte de la junta del Center for Constitutional Rights.

Randall Kennedy (Columbia, Carolina de Sur, 1954). Catedrático de Derecho en la Universidad de Harvard, es autor de numerosos textos sobre asuntos relativos a la raza.

Hua Hsu (Cupertino, California, 1977). Profesor de Filología inglesa en Vassar College, Nueva York, colabora sobre temas de inmigración y multiculturalismo en The New Yorker, The Atlantic, The Wire.

Ira Berlin (Nueva York, 1941). Escritor y catedrático de Historia en la Universidad de Maryland, especialista en África occidental e Historia de la esclavitud en Estados Unidos.

Touré (Boston, 1971). Escritor y periodista, publica en The New York Times, The New Yorker, Vibe, Playboy, y realiza trabajos para televisión. Firma siempre sin su apellido (Neblett).

Craig Steven Wilder Escritor neoyorquino, catedrático de Historia en el Massachusetts Institute of Technology.

Mychal Denzel Smith (Washington DC, 1986). Colaborador de The Nation, The New York Times, Atlantic, y comentarista de radio y televisión (CNN, BBC).

Jesse Myerson Activista del movimiento Occupy Wall Street, publica en The Nation y Rolling Stones. Su verdadero nombre es Vaughan Allen Goodwin.

Carol Anderson Nacida en 1959, catedrática de Estudios Afroamericanos en la Universidad de Emory, Atlanta, recibió en 2016 el National Book Critics Award por su libro White Rage.


NOTA PRELIMINAR
Mireia Sentís

En su libro Las almas del pueblo negro (1903), W. E. B. Du Bois escribió:
Entre el otro mundo y yo hay siempre una pregunta no formulada. Todos la esquivan: unos, por delicadeza; otros, por la dificultad de plantearla correctamente. Se acercan a mí de manera vacilante, me miran con curiosidad o compasión, y entonces, en lugar de decir directamente: «¿Qué se siente al ser un problema?», dicen: «Conozco a un excelente hombre de color en mi ciudad», o: «Yo combatí en Mechanicsville» [victoria de los Estados del Norte sobre los del Sur en la Guerra de Secesión], o: «¿No le hacen hervir la sangre esas afrentas sureñas?». A todo ello, según la ocasión, sonrío, me intereso o reduzco la ebullición a fuego lento. A la verdadera pregunta: «¿Qué se siente al ser un problema?», pocas veces contesto. Sin embargo, ser un problema es una experiencia extraña, peculiar incluso para quien nunca ha sido otra cosa, salvo quizá en su primera infancia.
La comunidad negra, cuya ciudadanía no se reconoció hasta la segunda mitad del siglo XIX, fue definida por un conjunto de conceptos que ayudaron a perpetuar la vieja ideología racial respaldada por las instituciones y los medios de comunicación. Medio siglo antes del escrito de Du Bois, Frederick Douglass pronunció su muy difundido discurso «El significado del 4 de Julio para el negro», en el cual declaraba que su gente se sentía totalmente ajena a la fiesta conmemorativa de la libertad de un país que los excluía de ella. Setenta años después de Las almas del pueblo negro, Donald Goines titulaba una de sus novelas policíacas Justicia del hombre blanco, aflicción del hombre negro. En 2016, la profesora Carol Anderson publicó La rabia blanca. Cuatro ejemplos que muy someramente dan cuenta de la resistencia intelectual de una fracción de la población que ha sido tratada, dentro de sus propias fronteras, como extranjera y problemática. Así ha ido conformándose el pensamiento surgido en el lado menos escuchado de la línea del color que todavía recorre Estados Unidos.
Los escritos compilados en este volumen proceden de épocas y autores tan distintos en edad como en intereses. Cada uno de ellos aborda un tema específico desde un punto de vista, un tono y un género literario diferentes. Sin embargo, parten de una experiencia común que sin duda los une en un solo colectivo: el que constituye el Cuerpo político negro de Norteamérica.
M. S.
 
 
 
 
C  l  o  t  e  l
o
La hija del presidente
Relato de la vida en esclavitud en los Estados Unidos de América
Williams Wells Brown
Esclavo fugitivo, autor de «Three Years in Europe»
traducción y notas de Pilar Vázquez
prólogo de Mireia Sentís
Presentamos Clotel o la hija del Presidente, considerada la primera novela escrita en por un exesclavo. Un texto singular de denuncia del sistema esclavista que suma ficción, autobiografía y reflexiones políticas y filosóficas.
Ficha técnica
autor: William Wells Brown
título: Clotel o la hija del Presidente. Relato de la vida en esclavitud en los Estados Unidos de América
Prólogo de Mireia Sentís
Traducción del inglés y notas: Pilar Vázquez
Colección: BAAM, 9
Nº páginas: 256
Formato: 21 x 12,5
ISBN: 978-84-946564-1-5
PVP: 16 euros
IBIC BM Memorias
BISAC BIO002000-BIOGRAPHY&AUTOBIOGRAPHY/PEOPLE OF COLOR
PREFACIO

Más de doscientos años han transcurrido desde que el primer buque cargado de esclavos atracara en las orillas del río James, en la colonia de Virgina, procedente de las costas de África Occidental. Desde 1620, en que comienza el comercio de esclavos,[1] hasta el momento de la independencia de la Corona Británica, el número de esclavos se elevó a quinientos mil; hoy hay cerca de cuatro millones. La Constitución legitima la esclavitud en quince de los treinta y un Estados, lo que une a esos Estados en una Confederación.
En cada palmo de tierra donde ondeen las Barras y Estrellas, al negro se lo considera una propiedad más y cualquier blanco puede ponerle la mano encima con total impunidad. Toda la población blanca de Estados Unidos, tanto en el Norte como en el Sur, está obligada, por su juramento a la constitución y su adhesión a la Ley de Fugas,[2] a dar caza a los esclavos fugitivos para devolverlos a quienes los reclamen y a reprimir por la fuerza toda tentativa de alcanzar la libertad que pueda darse entre los esclavos. Veinticinco millones de blancos se han coaligado en solemne cónclave para mantener encadenados a cuatro millones de negros. En todos los estratos sociales se pueden encontrar quienes tienen, compran o venden esclavos, desde hombres de Estado y doctores en teología, quienes pueden llegar a poseer cientos, hasta aquel que no puede comprar más de uno.
De no ser porque hay personas en posiciones preeminentes de la sociedad, en especial cristianos profesos, que poseen esclavos y, por consiguiente, respaldan el uso, hace tiempo que la esclavitud habría sido abolida. El ejemplo de los hombres influyentes «dignifica la corrupción, haciéndola inmune al castigo»[3]. El gran objetivo de los verdaderos defensores de los esclavos debe ser poner al descubierto la institución, de tal modo que el mundo pueda verla, y hacer que los sabios, los prudentes y los piadosos le retiren su apoyo y la abandonen a su suerte. No le hace mucho bien a la causa de la emancipación alzar la voz para execrar a los traficantes de esclavos, a los secuestradores, a los capataces mercenarios, mientras que nada se dice a fin de reconocer la culpa de quienes se mueven en las altas esferas.
El hecho de que la esclavitud se introdujera en las colonias americanas estando estas aún bajo el dominio de la corona británica es razón suficiente para que los ingleses tengan un vivo interés en su abolición. Y hoy, cuando los grandes ingenios mecánicos han acercado a los dos países, y teniendo los dos una única lengua y una única literatura, la influencia de la opinión pública británica en el Nuevo Mundo es inmensa.
Si los incidentes que se exponen en las páginas que siguen añaden algo nuevo a la información que, mediante publicaciones similares, ya se ha puesto a disposición del público, y, por consiguiente, ayudan a que la influencia británica se haga sentir en contra de la esclavitud en América, se habrá conseguido el principal objetivo para el que se escribió esta obra.
w. wells brown
22, Cecil Street, Strand, Londres.


[1] Fueron mercaderes holandeses quienes llevaron el primer cargamento de africanos y africanas a la colonia británica de Jamestown, en el Estado de Virginia, en 1619.
[2]  Fugitive Slave Law. Esta ley, de 1850, era mucho más estricta que las anteriores. Proteger o ayudar a los esclavos fugitivos pasó a ser un delito a nivel federal que podía ser castigado con grandes multas y penas de prisión. Y, por consiguiente, la ley facilitaba la captura de los esclavos que intentaban escaparse y establecerse en los estados abolicionistas del norte del país.
[3] William Shakespeare, Julio César, Acto IV, escena iii. [Traducción al español de A.L. Pujante, Acto IV, escena ii. 1990.]

CAPITULO I
LA SUBASTA
A esta niña, ¿qué azar,
tan joven y hermosa,
erguida y llorosa,
trajo a subastar?[1]
Con el aumento de la población esclava, en el Sur de los Estados Unidos de América ha aumentado tremendamente el número de mulatos, la mayoría de padre propietario esclavista y de madre esclava. La sociedad no mira mal al hombre que sienta a su hijo mulato en el regazo, mientras, detrás de la silla, la madre continua siendo una más de sus esclavas. Ya hace años que el difunto Henry Clay predecía que la abolición de la esclavitud de los negros llegaría con la fusión de las razas. John Randolph, conocido hacendado esclavista de Virginia y prominente hombre de estado, decía en un discurso en la asamblea legislativa de su Estado natal que «la sangre de los primeros estadistas americanos corría por las venas de los esclavos del Sur». En las ciudades y las villas de los Estados esclavistas, los negros de verdad, o negros puros, no alcanzan a ser más de uno de cada cuatro de la población esclava. Este hecho es por sí solo la mejor prueba de la inmoralidad y de la degradación de la relación entre amos y esclavos en los Estados Unidos de América.
 Esto dice la ley en todos los Estados esclavistas: «Los esclavos se considerarán legalmente un bien mueble más,[2] en las manos de sus amos y propietarios, representantes, administradores y cesionarios, a todos los efectos prácticos o de otra índole, y como tales bienes se valorarán, se venderán (o mantendrán), se tomarán  y se tasarán. Un esclavo es alguien que está en poder de un amo, al que pertenece. El amo puede venderlo, disponer de su persona, de su diligencia y de su trabajo. El esclavo no puede hacer nada, ni poseer nada ni adquirir nada, salvo lo que ha de pertenecer a su amo, quien puede corregirlo y castigarlo, siempre que no sea con un rigor inusitado, o de tal manera que lo deje mutilado o tullido,  que lo exponga al peligro de perder su vida o le cause directamente la muerte. El esclavo, en tanto que esclavo, debe tener la convicción de que no tiene derechos legales frente a su amo».


[1] Tomado de un poema anónimo incluido en The Anti-Slavery Harp [“El arpa abolicionista”], una antología de poemas antiesclavistas recogida por el propio Wells Brown. La mayoría de los fragmentos sin referencia a su autor que se citan al principio de los capítulos a lo largo de la novela proceden de esta antología, al igual que el que aparece al final de este.
[2] En inglés, chattel; este término se utiliza en varias ocasiones a lo largo de la narración como sinónimo de esclavo. Incluso existe la expresión chattel slavery, para indicar este tipo de posesión completa del esclavo y su carencia de toda identidad como persona.

ANGELA DAVIS

Una historia de la conciencia

(ensayos escogidos)

 

«El que no habla es vulnerable». Angela Davis


«Si no hay lucha no hay progreso».  Frederick Douglass, citado por Barack Obama en su discurso  inaugural del Mes de Historia Negra, 1-2-2011

 La trayectoria vital e intelectual de Angela Davis se enmarca en la tradición estadounidense de la resistencia civil, que nace con las revueltas de los primeros africanos trasladados por la fuerza al hemisferio occidental. Como tantos militantes que pusieron en cuestión la legitimidad de las leyes del Estado, ha sido perseguida, encarcelada y difamada. En 1970, cuando saltó a la escena pública internacional al ser incluida entre los criminales más buscados por el FBI, se la presentó como una revolucionaria violenta y «enemiga del Estado». En realidad, era una ciudadana consciente, que participaba en la organización de un movimiento cuyo objetivo era lograr la inconstitucionalidad de la pena de muerte y la liberación de los presos políticos. Profesora de Filosofía en la Universidad de California en Los Ángeles, nunca ocultó su pertenencia al Partido Comunista, convencida de que el activismo político no era incompatible con ser una educadora eficiente. Pero en 1969 Ronald Reagan, gobernador de California, preparaba su candidatura a la Casa Blanca y necesitaba demostrar a los conservadores que era capaz de aplastar a los activistas de izquierdas —especialmente a los negros, muy implicados en la reivindicación de sus derechos civiles—. En consecuencia, forzó la expulsión de la joven profesora, un suceso que resultaría mucho más mediático de lo previsto. Al recibir la noticia de su destitución, Angela Davis decidió continuar impartiendo sus clases al aire libre. A sus estudiantes habituales, se sumaron entonces cientos de otras disciplinas, que manifestaron su repulsa a lo que consideraban un despido injusto. Finalmente, fue readmitida. Sin embargo, empezó a recibir cartas injuriosas y amenazas de muerte. Una de las dos armas que adquirió para defenderse, desencadenaría su persecución por parte del FBI. 
Como activista en favor de los derechos de los presos y contra la pena de muerte, formó
parte de la defensa de Soledad Brothers, tres reclusos de la prisión californiana de Soledad acusados de promover huelgas y revueltas, en una de las cuales fallecieron dos presidiarios y un vigilante. El Estado pedía para ellos la pena capital. George Jackson, que llevaba diez años entre rejas por asalto a una gasolinera (70 dólares de botín), se hizo marxista, integrante del Black Panther Party y escritor. En uno de sus libros —Soledad Brother: The Prison  Letters of George Jackson (1970)[1]—, incluyó la correspondencia mantenida con la profesora universitaria. La visibilidad de Angela en la causa de los Hermanos Soledad y su acercamiento a los Black Panthers, desencadenaron su expulsión definitiva de la universidad («Me había convertido en un símbolo a destruir»). [...]

[1] Soledad Brother: Cartas de prisión, Barral, Barcelona (1971).



(del Prólogo de Mireia Sentís)
 
 
 
 
«Lo que Elaine Brown escribe te deja tan perpleja, que a veces resulta incluso difícil creer que sobrevivió. Y, sin embargo, lo hizo, arrojando una luz sorprendente sobre la mágica resistencia de la mujer negra», señala Alice Walker. Una combinación inusual de relato épico y crónica íntima convierte Una cata de poder en un documento excepcional, no solo acerca de la utopía revolucionaria de los Black Panthers —organización que presidió con apenas 30 años—, sino también sobre uno de los periodos más decisivos y turbulentos de la historia contemporánea. Formada en los barrios y ambientes más duros, el estilo directo y preciso de Elaine Brown atrapa al lector con su honestidad implacable. Adrenalina pura desde el primero hasta el último párrafo, el libro traza una panorámica conmovedora y descarnada de las tensiones raciales. Cuando se cumplen cincuenta años de la fundación del Black Panther Party (1966-1982), estas memorias trepidantes adquieren la renovada vigencia que caracteriza a los testimonios proféticos.

Elaine Brown (Filadelfia, 1943) nació y creció en un barrio negro, pero asistió a colegios mayoritariamente blancos. Alumna brillante, obtuvo becas para cursar estudios universitarios en Temple y UCLA. Mientras era camarera del club Pink Pussy Cat de Los Àngeles, conoció a un renombrado escritor y guionista que, además de introducirla en las altas esferas de Hollywood, la inició en el pensamiento radical de la época. En 1968, ingresó en las filas del Black Panther Party, cuyo periódico se encargó de dirigir. Autora de un par de álbumes musicales, una de sus composiciones se convirtió en el himno del Partido. Cuando Huey Newton, fundador y presidente de los Black Panthers, se exilió a Cuba en 1974 y puso el cargo en sus manos, Brown se centró en los servicios comunitarios —impulsó la Black Panther’s Liberation School, que el Estado de California acabó reconociendo como escuela modelo— y organizó la campaña electoral que en 1977 dio la victoria al primer alcalde afroamericano de Oakland. Tras abandonar un año más tarde el Partido, estudió Derecho, residió en Francia y militó en el Green Party. Desde entonces, centra su activismo en la reforma de las prisiones, la reinserción de exconvictos y la mejora de oportunidades de los jóvenes sin recursos. Prestigiosa conferenciante, publicó en 2002 The Condemnation of Little B: New Age Racism in America.


Ficha técnica:
Autora: Elaine Brown
Título: Una cata de poder. Historia de una mujer negra
Traducido del inglés por Javier Lucini
ISBN 978-84-943932-3-5 - 696 páginas - PVP 25 euros

Este otoño del año 2014 viene marcado por la incorporación de una nueva colección a nuestro catálogo: la colección BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid), dirigida por Mireia Sentís y José Luis Gallero, que ya había publicado anteriormente cuatro títulos importantes.

Mireia Sentís (Barcelona, 1947), periodista, artista y co-directora de la Biblioteca Afroamericana Madrid (BAAM), es autora de Al límite del juego y En el pico del águila. Una introducción a la cultura afroamericana, ambos en Árdora Ediciones. Vive y trabaja entre Madrid y Nueva York.

Incluimos a continuación enlaces a algunos de sus artículos, por lo general centrados en el mundo afroamericano:

A pesar de Obama, mayo de 2014, en el estadomental.com
Amiri Baraka, incómoda figura de la cultura afro en El País, 10 de enero de 2014
El voto negro y la realidad negroamericana en El País, 2 de noviembre de 2012
La ruta de las Américas, en El País, 20 de junio de 1991
Entrevista amb Mireia Sentís sobre la exposición antológica FOTOGRAFIA, ASSAIG I COMUNICACIÓ 1983-2008, celebrada en 2009



José Luis Gallero fotografiado por Alberto García-Alix 
 



José Luis Gallero (Barcelona, 1954), poeta, editor y crítico de arte. Ha publicado: Antología de poetas suicidas (1989 y 2005), Sólo se vive una vez. Esplendor y ruina de la movida madrileña (1991), Ocho poetas raros (1992), La vida imposible (1992), 88 Fragmentos (2003), El camino más largo (2006), Tintas comunicantes (2006) y Heráclito. Fragmentos e interpretaciones (2009).

Puede encontrarse una muestra de su poesía en la página electrónica Los poetas liliputienses, donde se recogen extractos de su libro El camino más largo
En la red también pueden encontrarse extractos de 88 Fragmentos en Calidoscopio
En esta misma página pueden encontrarse otros poemas entonces inéditos (2012)
José Luis Gallero en el Festival de Poesía de Chile de 2007

Hasta su incorporación a nuestro sello editorial, BAAM había publicado los siguientes títulos:

Durante el periodo conocido como la Gran Migración (1910-1930), miles de afroamericanos se desplazaron desde los estados del sur estadounidense a los barrios obreros de Detroit,
Chicago y Nueva York. James Yates (1906-1993) hace la ruta de Misisipi a Chicago como polizón en trenes de mercancías y logra salir adelante en circunstancias extremas, solo para ver arruinados sus esfuerzos por los efectos de la Gran Depresión. En 1935, el bombardeo de Etiopía por las tropas de Mussolini provoca la incorporación de los afroamericanos a la lucha internacional contra el fascismo, una movilización de la que España se convertirá un año más tarde en dramática heredera. Entre los cerca de 40.000 voluntarios
de más de cincuenta países que cruzaron las fronteras españolas para defender a la República, 3.000 procedían de Estados Unidos, incluido un centenar de brigadistas negros.
De Misisipi a Madrid, publicado por primera vez en
1986, representa el testimonio de un puñado de hombres y mujeres que por primera vez se sintieron libres en nuestro país. En sus páginas, Yates relata encuentros con personajes como Ernest Hemingway, Langston Hughes u Oliver Law, el primer afroamericano al mando de una unidad militar en la historia de Estados Unidos.

James Yates (1906-1993) nace en Misisipi y siendo todavía un adolescente emigra a Chicago donde llega a ser miembro fundador del sindicato del ferrocarril.
Allí inicia sus actividades políticas participando activamente en las luchas sindicales y en defensa de los derechos civiles. Durante la época de la Gran Depresión se traslada a Nueva York en busca de trabajo y se afilia al Partido Comunista. Tras la invasión de Etiopía por las tropas de Mussolini, decide alistarse como voluntario en la Brigada Lincoln, la primera en la historia formada por afroamericanos, para luchar en la Guerra Civil española. De nuevo, entra en el ejército norteamericano para luchar en la Segunda Guerra mundial, pero finalmente se le impide viajar a Europa por participación en la Guerra Civil. Tras la contienda, abre una tienda de reparación de radios a la vez que prosigue sus actividades políticas. En 1986 publica su autobiografía y único libro, De Misisipi a Madrid. Memorias de un afroamericano de la Brigada Lincoln.



Figura clave del Renacimiento de Harlem en la década de 1920, traductor de Lorca y Nicolás Guillén, viajero por los cuatro continentes, Langston Hughes (1902-1967) fue testigo
destacado de la Guerra Civil española. El poeta, narrador, dramaturgo y corresponsal de guerra norteamericano perfiló en sus crónicas, como señala Maribel Cruzado en el prólogo a la presente edición, «los horrores de las trincheras, la miseria y el dolor de una sociedad rota, al mismo tiempo que escenas de la vida cotidiana no exentas de humor, en las que sus personajes eran capaces de oír música y reír, con esa misma risa que siempre acompañaba a Hughes hasta en sus peores momentos, siguiendo el lema largamente adoptado por la población negra de reír por no llorar. Los poemas que también dedicó a la contienda ponen de manifiesto una agresividad de la que están exentos sus escritos en prosa. Mientras la poesía dirige el grito y la queja a quienes han llevado a España a la lucha armada, la prosa no hace sino dar voz a las víctimas, por las que siente una absoluta empatía. Escritos sobre España recopila por primera vez la obra periodística y poética de Langston Hughes inspirada en la Guerra Civil, junto a pasajes de sus memorias en los que veinte años más tarde evocará su experiencia española.

Langston Hughes (1902-1967), poeta, narrador, dramaturgo y columnista afroamericano.
Fue una de las figuras clave del Renacimiento de Harlem de los años veinte. En esta época publica The Negro speaks of Rivers, Mother to son y The Weary Blues, que dio título a su primera antología poética en 1926 y ya durante la década de los treinta escribe la obra de teatro Mulato, violenta acusación contra el sistema racial del Sur. Viajero por los cuatro continentes, Hughes pasa distintas temporadas en México, donde aprenderá el español que le servirá para traducir a García Lorca y Nicolás Guillén. Llega a España durante la Guerra Civil como corresponsal para varios diarios afroamericanos; parte de su experiencia española aparece recogida en sus memorias.


 
«Dificultades técnicas se lee no solo como el trabajo de una testigo formidable de la historia, sino como el de una poeta que anticipó –tal como los grandes poetas hacen a menudo– un futuro en el cual nos debatimos hoy», afirma Angela Davis en el prólogo escrito para esta edición, primera de sus obras traducida al castellano. En los veintitrés ensayos recopilados, June Jordan (1936-2002) lleva a cabo una electrizante revisión del sueño americano. «Como todos quienes tuvieron oportunidad de conocer a June Jordan y ser iluminados y conmovidos por sus escritos, la echo terriblemente de menos –prosigue Angela Davis–. Me di cuenta de hasta qué punto echaba de menos su visión política aquella noche de 2008 en la que supimos que Barack Obama había sido elegido para la presidencia de Estados Unidos. Pero la echo aún más de menos en este difícil momento, en el que June sabría expresar exacta y simultáneamente la decepción de pasadas e incumplidas esperanzas y la ilusión respecto al futuro. Sabría cómo decir que ya es hora de dejar de proyectar nuestro poder colectivo sobre individuos que parecen exceder la propia vida. Tal como escribió: Es a nosotros mismos a quienes hemos estado esperando». 
June Jordan (1936-2002) fue una prolífica poeta, activista y ensayista, además de participar activamente en la dirección y producción de filmes y obras . En Estados Unidos, durante los años 60, luchó por la liberación de la mujer, los derechos civiles y el final de la guerra. Estas precocupaciones se han visto reflejdas en sus libros Civil Wars (1981), On Call (1985) y Technical Dificulties (1992), profundizando además en la situación de países como Nicaragua, Sudáfrica y el Líbano. Tuvo mucho éxito como columnista regular de The Progressive, The Village Voice, The New York Times, The American Poetry Review, The Nation....

 «Si he de ser comparado con alguien, que sea con gente como Charlie Mingus o Charlie Parker. Intento realizar el mismo tipo de virajes y cambios de ritmo que ellos», afirma Ishmael Reed, uno de los más innovadores e irreverentes escritores de la escena norteamericana contemporánea. Conocido en España por su obra narrativa, en la que yuxtapone diversas técnicas expresivas (Mumbo Jumbo, Los últimos días de Louisiana Red, Contemplación temeraria, Los fatales tres), Trapos sucios brinda la primera ocasión de leer en castellano la prosa ensayística de Ishmael Reed (1938).En la presente recopilación, Reed analiza con su corrosiva combinación de crítica y humor los territorios del jazz y la poesía norteamericana, además de figuras tan heterodoxas y carismáticas como los boxeadores Muhammad Ali y Mike Tyson, los escritores Langston Hughes y Chester Himes o los Panteras Negras Elaine Brown y Eldridge Cleaver. Fustigador implacable del racismo y de los medios de comunicación, Ishmael Reed recorre con su genuina mirada «el cortante filo de la cultura» y «los círculos del infierno del paraíso norteamericano».
Ishmael Reed (1938) es un poeta, ensayista, dramaturgo y novelista afroamericano.  Activo durante la década de 1960 en los círculos neoyorquinos de vanguardia y profesor durante cuarenta años en la Universidad de Berkeley, este poeta, dramaturgo, editor y músico de ascendencia irlandesa, africana y cherokee, es reconocido como pionero del multiculturalismo, incluso antes de que el término se popularizara, y creador de la corriente literaria neovudú, cuya estética quedó definida por su aclamada novela Mumbo Jumbo. Desde la publicación de su primera novela, The Free-Lance Pallbearer (1967), Reed se ha dedicado a la producción literaria, tocando todos los géneros posibles: ficción, poesía y ensayos. Ha expresado su rechazo a la política en parodias como The Terrible Twos (1982) y en Japanese Spring (1993). Ha criticado los valores de la supremacía del cristianismo blanco en The Terrible Thress (1993), las parodias de las mismas formas literarias y las historias al más puro estilo norteamericano en Yellow Radio Broke-Down.

[Estos cuatro primeros títulos de la colección BAAM han sido publicados por La Oficina de Arte y Ediciones, en cuya página web pueden adquirirse.]


La presentación de la colección y de sus nuevos títulos tendrá lugar el próximo 20 de noviembre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con participación de David Levering Lewis, autor de Cuando Harlem estaba de moda, acompañado por Ray Loriga, Mireia Sentís y José Luis Gallero.


 Auténtica edad de oro de la cultura afroamericana, el Renacimiento de Harlem
(1919-1934) aglutinó a una constelación de artistas e intelectuales —Jean Toomer, Jessie Fauset, Langston Hughes, Countee Cullen, Claude McKay, Zora Neale Hurston, Wallace Thurman, Aaron Douglas, Nella Larsen, Walter White, Alain Locke, James Weldon Johnson, W. E. B. Du Bois...— convencidos de que sus logros creativos se convertirían en armas eficaces contra la segregación racial. Al mismo tiempo que Europa era escenario de la eclosión vanguardista, Estados Unidos reconocía por primera vez su herencia africana. Con el jazz como música de fondo, escritores y activistas se reunían en los clubs nocturnos para escuchar a Bessie Smith, Fats Waller, Fletcher Henderson o Duke Ellington. La inspiración y la alegría se prolongaron hasta la Gran Depresión, principio del fin del Renacimiento y del sueño de la igualdad. David Levering Lewis, doble premio Pulitzer, reconstruye en Cuando Harlem estaba
de  moda ese momento vibrante de la cultura moderna.
Ganador del premio Pulitzer en dos ocasiones (1994 y 2001), el historiador David Levering Lewis (1936) es autor de obras como The Race to Fashoda: Colonialism and African Resistance, estudio del colonialismo en África durante el siglo XIX, God’s Crucible: Islam and the making of Europe, 570-1215, análisis del papel del Islam en la construcción de Europa, y su galardonada biografía de W. E. B. Du Bois, factótum del Renacimiento de Harlem, periodo que Lewis retrata en estas páginas desde la perspectiva combinada de cronista social, crítico literario, ensayista político y detective privado.
Ficha técnica:
 
Autor: David Levering Lewis - Título: Cuando Harlem estaba de moda- Traducción del inglés: Javier Lucini - Colección: «BAAM, Biblioteca Afro Americana Madrid», 5 - Nº páginas: 576 - Formato 21 x 12,5 cm
ISBN: 978-84-941292-8-5 - PVP: 25 euros
Ofrecemos a continuación unos extractos del capítulo 1 de Cuando Harlem estaba de moda:
REGRESAMOS COMBATIENDO

Una clara y cortante mañana de febrero de 1919, a través de la Quinta Avenida de Nueva York, los hombres del Decimoquinto Regimiento de la Guardia Nacional regresaban a su hogar en Harlem. Su valor frente el fuego enemigo —191 días ininterrumpidos en las trincheras— se hizo legendario. Casi igualmente aclamados fueron los triunfos de la banda del regimiento, bajo la batuta del teniente James Reese Europe. La banda de Jim Europe, que adquirió sus instrumentos gracias a la generosidad de un millonario, conquistó al público francés, al belga y al inglés tan completamente como su regimiento arrolló a los alemanes en el campo de batalla, dejando multitudes encantadas y críticos perplejos ante el lamento y el wah-wah de la «trompeta parlante». Hasta tal punto resultó así, que cuando los orgullosos y habilidosos músicos de la Garde Républicaine francesa fracasaron en su intento de reproducir aquellos sonidos, los desconfiados expertos examinaron uno de los instrumentos de Europe en busca de alguna llave oculta. El francés, conducido por su lógica, concluyó que la trompeta parlante era una anomalía negra que estaba más allá de su comprensión. La fascinación europea por el jazz comenzó con la banda de Jim Europe. La Norteamérica blanca recordaba aún que en los tiempos que precedieron a la guerra, la banda se asoció con Vernon e Irene Castle para hacer del baile un pasatiempo y un auxilio nacionales, y de paso revolucionar las costumbres, mientras los predicadores echaban humo y los feligreses puritanos se disponían a la acción1.
Pero aquel 17 de febrero, no era el momento oportuno para el ritmo sincopado del ragtime*. Camino de Harlem, los hombres del teniente Europe, con Bill Bojangles Robinson a cargo de la percusión, tocaban música marcial para acompañar la marcha victoriosa de aquellos héroes a través de Manhattan. Mil trescientos soldados negros y dieciocho oficiales blancos desfilaban a paso de metrónomo en pos del coronel William Hayward, aún renqueante de la herida sufrida en el bosque de Belleau, y giraban por la Calle 34 hacia la Quinta Avenida. Marchaban en la compacta formación favorita del ejército francés, con los sargentos dos pasos por delante de sus apretados pelotones, los tenientes tres pasos por delante de los sargentos y los capitanes cinco más por delante. Los maravillados franceses en cuyas divisiones habían servido durante casi diez meses, los bautizaron como «Combatientes del Infierno». Oficialmente, eran aún el Regimiento 369 de Infantería de Estados Unidos, único destacamento al que se permitió enarbolar una bandera estatal, única unidad norteamericana galardonada con la Croix de Guerre y único regimiento elegido entre todas las fuerzas aliadas para liderar la marcha hacia el Rin2.
El alcalde de Nueva York, John F. Hylan, disfrutaba del sol en Palm Beach, y los padres de la ciudad declinaron proclamar aquella jornada fiesta oficial; pero estuvieron presentes dignatarios de alto rango, y la mayoría de los neoyorquinos se tomaron el día libre. «Tengo que ver a esos muchachos —le dijo un espectador blanco a un reportero—. Nunca volveré a tener la oportunidad de contemplar algo así, y siempre podré conseguir otro trabajo»3.
«Recorriendo la Avenida a ritmo de swing —informaba la primera página del New York Times—, los hombres del 369 ofrecieron un espectáculo que explica por qué los alemanes [Boches] les dieron el título de Blutlustige Schwarze Männer [hombres negros sanguinarios]». El coronel Hayward y el teniente Europe, único oficial afroamericano, fueron objeto de especial atención por parte de la muchedumbre, pero el héroe del momento fue un comerciante de carbón de Albany, el sargento Henry Johnson, primer norteamericano en obtener una Croix de Guerre. Tras quedarse sin munición, mató con un puñal a cuatro enemigos y capturó a veintidós. La Croix de Guerre (con estrella y palma) lanzaba destellos desde la guerrera del sargento mientras saludaba desde la limusina descapotable cedida por la ciudad. «Los neoyorquinos —continuaba el Times— estaban impresionados por la magnífica estampa de aquellos soldados»4.
El staccato del cuero sobre el pavimento de la Quinta Avenida ascendía y descendía entre el atronador contrapunto de los aplausos. En la Calle 60, se dio la orden de «¡Vista a la derecha!» cuando el regimiento pasó junto a la tribuna de autoridades. El gobernador Alfred E. Smith y señora recibieron el saludo con las consabidas expresiones de gravedad y deleite, lo mismo que el secretario y el alcalde en funciones de Nueva York, Francis Hugo y Moran. En representación de Newton D. Baker, ministro de Defensa del presidente Wilson, figuraba Emmett Scott, consejero especial para asuntos afroamericanos y protegido del fallecido Booker T. Washington*. El contralmirante Albert Gleaves y el general Thomas Barry saludaron con brío. El señor William Randolph Hearst y señora aplaudieron, al igual que John Wanamaker, el magnate de los grandes almacenes. A Henry Clay Frick, decano de los plutócratas, se le vio ondeando una bandera desde la ventana de su palacio de la Calle 73. Desde una ventana próxima, la señora de Vincent Astor y varias damas de la sociedad neoyorquina saludaron a los valerosos hombres que se dirigían a sus vecindarios en Harlem.
Fue James Weldon Johnson, funcionario de la naacp [National Association for the Advancement of Colored People: Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color], quien dio la medida más exacta del desfile en uno de los principales periódicos afroamericanos, el Age de Nueva York:
El Decimoquinto Regimiento proporcionó a Nueva York el primer espectáculo ofrecido por soldados experimentados y en formación marcial. No había ninguna elegancia militar en su apariencia; sus cascos de acero estaban abollados y oxidados, y no quedaba rastro alguno del antiguo resplandor de sus bayonetas, pero habían pasado por el terrible infierno de la guerra y habían regresado5.
La corriente caqui y negra giró al oeste por la Calle 110 en dirección a la Avenida Lenox y luego de nuevo al norte hacia el corazón de Harlem. En la Calle 125, la insignia del regimiento, con su serpiente de cascabel enrollada, siseó desde miles de solapas, sombreros y ventanas. Un océano de banderines, banderas, pancartas y pañuelos se agitó ante los soldados y amenazó con tragarlos. Frente a la tribuna de la Calle 130, la banda de sesenta integrantes de Europe atacó Here Comes My Daddy [Aquí viene mi papaíto], provocando el deleite desorbitado de la multitud. En aquella segunda plataforma, los notables de Harlem y los héroes que regresaban se contemplaron los unos a los otros con orgullo y alegría casi palpables. La apretada formación aprendida de los franceses no tardó en romper filas y perder el paso. «Más o menos en el último kilómetro de nuestro desfile —recordaba el mayor Arthur Little—, alrededor de una cuarta parte de los soldados tenían una chica entre los brazos; y marchábamos por Harlem riendo y cantando».
El coronel Hayward gritó una orden. La marcha se detuvo. Los Combatientes del Infierno habían vuelto a casa. Al igual que otros miles de soldados afroamericanos, lo hicieron con una música, un estilo de vida y una dignidad que no tardarían en propagarse.


Admirado de forma unánime por críticos, editores y autores, Jean Toomer (1894-1967) fue saludado como la gran promesa del renacimiento cultural que tuvo como escenario el Harlem de la década de 1920. El carácter experimental de Caña (1923), escrita en «una prosa memorable que nada tiene que envidiar a la poesía» (Bruce Kellner), desafía las categorías convencionales y resulta tan difícil de interpretar como el propio Toomer. «Su conocimiento del linaje familiar era tan minucioso como el de un noble español —escribe David Levering Lewis—. No hay duda de que sus ancestros fueron en parte africanos. Sin embargo, fuese lo que fuese verdaderamente Toomer (por su apariencia física, blanco; por su genealogía, mestizo), Caña resultó posible gracias a que supo resolver su dualidad racial por el simple procedimiento de afirmarla». Maribel Cruzado Soria firma la traducción, primera que se realiza del inglés a cualquier otra lengua, de una obra que discurre por el filo de la tragedia racial con turbadora belleza.
W. Stanley Braithwaite (1925): «Caña es un libro de oro y bronce, de oscuridad y llama, de éxtasis y dolor, y Jean Toomer es como la luminosa estrella matutina de un nuevo día».

Langston Hughes (1926): «La razón de que Caña no alcanzara más popularidad se debió a que no fortalecía la imagen de los afroamericanos. Ni encajó con el modelo del viejo negro, ni describió el estilo de vida de esos afroamericanos que vivían en Harlem y que los blancos deseaban ver».

D. T. Turner
(1975): «En Caña, la presencia de mujeres como personajes principales y más memorables no es accidental. En todos sus escritos, Toomer resaltó la trascendencia de liberar a las mujeres de las restricciones impuestas por la sociedad».
«En mi cuerpo había muchos tipos de sangre, alguna oscura, y todas ellas mezcladas en el fuego de seis o más generaciones. Era, por lo tanto, un nuevo modelo de hombre o el más antiguo. En la medida en que consiguiera alcanzar la grandeza de la talla humana, justificaría toda la sangre que había en mí. Si por el contrario me mostraba despreciable, las traicionaría todas».                              Jean Toomer


Ficha técnica:
 
Autor: Jean Toomer - Título: Caña- Traducción del inglés: Maribel Cruzado Soria- Colección: «BAAM, Biblioteca Afro Americana Madrid», 6 - Nº páginas: 288 - Formato 21 x 12,5 cm
ISBN: 978-84-941292-9-2 - PVP: 18 euros






A continuación, algunas muestras representativas del florilegio de textos que componen Caña:
KARINTHA

Su piel es como el atardecer sobre el horizonte del este,
Oh, cómo no lo veis, oh, cómo no lo veis,
Su piel es como el atardecer sobre el horizonte del este
… Cuando el sol se pone*
Los hombres siempre la desearon, a Karintha, incluso de niña, a Karintha portadora de belleza, perfecta como el atardecer cuando el sol se pone. Los viejos la montaban a caballito en sus rodillas. Los jóvenes bailaban en las fiestas con ella en vez de hacerlo con las muchachas de su edad. Que Dios nos conceda la juventud, rezaban en secreto los ancianos. Los chavales contaban el tiempo que tendría que pasar antes de que Karintha fuera lo suficientemente mayor para emparejarse con ellos. Estas ansias del macho de que algo madure antes de tiempo no podían augurar nada bueno.
Karintha, a los doce años, era un destello rebelde que hacía ver a la gente lo que era vivir. Al atardecer, cuando el viento estaba en calma y el humo de pino que llegaba del aserradero abrazaba la tierra y no se podía ver más allá de unos metros, su repentina figura, pasando frente a ti como una centella, ponía un breve y vivo toque de color, como el de un pájaro negro que relampaguea en la luz. De los otros niños uno podía oír, desde cierta distancia, el ruido de sus pisadas sobre los cinco centímetros de polvo del suelo. La carrerilla de Karintha era un zumbido. Tenía el sonido del polvo rojizo que a veces forma una espiral en la carretera. Al atardecer, en los momentos de silencio, justo después de que el aserradero hubiera cerrado y antes de que ninguna de las mujeres comenzase las canciones-de-preparación-de-la-cena*, su voz aguda, estridente, nos perforaba el tímpano. Pero a nadie se le había ocurrido jamás impedírselo. Karintha tiraba piedras a las vacas y pegaba a su perro y se peleaba con los otros niños… Hasta el predicador, que la había pillado haciendo alguna travesura, se decía a sí mismo que Karintha era una criatura tan inocente y encantadora como la flor del algodón en noviembre. Los rumores sobre ella ya se habían extendido. La mayor parte de los hogares de Georgia son viviendas de dos habitaciones. En una se cocina y se come, en la otra duermes y se hace el amor. Karintha había visto, oído, o quizá sentido a sus padres cuando lo hacían. A uno no le queda otro remedio que imitar a los padres si seguir sus pasos lo lleva hasta Dios. Ella jugaba «a papás y a mamás» con un chico pequeño al que no le asustaba cumplir sus órdenes. Ese fue el principio de todo. Los viejos ya no la montarían a caballito sobre sus rodillas. Pero los jóvenes contaban los días más deprisa.
Su piel es como el atardecer
Oh, cómo no lo veis
Su piel es como el atardecer
… Cuando el sol se pone.
Karintha ya es una mujer. Portadora de belleza, perfecta como el atardecer cuando el sol se pone. Se ha casado muchas veces. Los viejos le recuerdan que unos pocos años antes la montaban a caballito sobre sus rodillas. Karintha sonríe y, si está de humor, se muestra complaciente. Siente desprecio por ellos. Karintha ya es una mujer. Los jóvenes destilan alcohol para ofrecerle dinero. Los jóvenes van a las grandes ciudades y se buscan la vida. Los jóvenes van a la universidad. Todos quieren traerle dinero. Estos jóvenes son los que pensaban que lo único que tenían que hacer era contar el tiempo. Pero Karintha ya es una mujer y ha tenido un niño. Un niño que desde su vientre cayó sobre un lecho de agujas de pino en el bosque. Las agujas de pino son suaves y de olor agradable. Son elásticas para las patas de los conejos… Había un aserradero cerca. Su mole piramidal de serrín está ardiendo. Le lleva un año quemarse totalmente. Mientras tanto, el humo se riza y flota alrededor de los árboles como insólitos espectros, se riza y extiende por encima del valle… Semanas después de que Karintha regresara a casa, el humo era tan intenso que se notaba su sabor en el agua. Alguien hizo esta canción:
Hay humo sobre las colinas. Elévate.
Hay humo sobre las colinas, oh, elévate.
Y llévale mi alma a Jesús.
Karintha ya es una mujer. Los hombres no saben que su alma maduraba con demasiada rapidez. Le llevarán su dinero; morirán sin haberlo descubierto… Karintha con veinte años, portadora de belleza, perfecta como el atardecer cuando el sol se pone. Karintha…
Su piel es como el atardecer sobre el horizonte
del este,
Oh, cómo no lo veis, oh, cómo no lo veis,
Su piel es como el atardecer sobre el horizonte
del este
… Cuando el sol se pone.
Se pone…
SEGADORES

Los segadores negros, con el sonido del acero
sobre las rocas,
Aguzan las guadañas. Les veo guardar
la piedra de afilar
En el bolsillo del costado como al final
de una labor,
Y comienzan, uno tras otro, su silencioso
vaivén.
Unos caballos negros arrastran la segadora
entre las malas hierbas,
Y allí, una rata de campo, asustada, chilla
desangrándose.
Su barriga pegada al suelo. Veo la cuchilla,
Manchada de sangre, que sigue cortando
las malas hierbas.

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