SOPHIE CARATINI

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Además de la reflexión de Sophie Caratini sobre el oficio de antropólogo y la conversación con Maurice Godelier, completan el libro un apéndice fotográfico y una extensa bibliografía.


Adjuntamos, a continuación, un extracto del Diálogo entre Sophie Caratini y Maurice Godelier, así como el apéndice fotográfico que cierra esta obra, que, en palabras de Claude Lévi-Strauss, figura mayor de la antropología, ocupa "un puesto de primer rango entre los textos etnológicos".




Maurice Godelier: ¿Qué querías demostrar al escribir este libro?
Sophie Caratine: Estaba —y sigo estándolo— contrariada por la actitud defensiva que la mayoría de los antropólogos oponen a las críticas que suelen dirigirse a nuestra disciplina. Ya durante la colonización y más aún en el momento de la independencia de los países colonizados se la consideraba sospechosa, y a los antropólogos se los acusaba de colaboradores. Luego, el posmodernismo, so pretexto de la deconstrucción, emprendió su trabajo de demolición, sin que nadie se haya atrevido a reaccionar. Entonces, decidí defender la opinión contraria a esa postura de repliegue. Quise poner en claro la parte de subjetividad inherente a la experiencia antropológica, no para lamentarme por ello, sino para mostrar que es justamente esta la que proporciona toda la riqueza a nuestra disciplina. Asumir lo que nos cuesta confesar, antes que esquivar la pregunta, era mi idea de partida. Después la escritura me llevó a donde quiso llevarme. En general, cuando empiezo a escribir sé de dónde parto, pero no adónde voy.
M.G.: Tú sostienes que toda escritura nace de un traumatismo personal, de una especie de falla vivida o sentida, pero tu libro, con todo y con eso, está muy construido: la enseñanza, el discurso, el método…
S.C.: Es verdad, pero no he pre-organizado nada.
M.G.: El traumatismo no es una necesidad para todos, quizá generalizas demasiado en eso. La cuestión que se nos plantea a los antropólogos es la alteridad, las otras formas de existir, pensar y actuar. ¿Podemos conocer la alteridad? Sí. Para mí es muy importante partir de ese postulado, pues si la alteridad de los otros fuera inaccesible, la antropología sería sencillamente imposible; igual que la historia y la sociología, por otra parte. Una vez admitido que la alteridad de los otros es conocible, hay que ver en qué condiciones trabajamos. Nuestro oficio es bastante particular, no estamos en el objetivismo científico clásico. Partimos del principio de que la alteridad del otro siempre es relativa: lo que los hombres han inventado para fabricarse como hombres, otros hombres pueden comprenderlo sin tener por fuerza que casarse con sus mujeres ni adoptar sus formas de vida. La participación es un señuelo, por lo menos en gran parte, pues ¿participar en qué, cómo y hasta dónde? Esa es la triple pregunta a la que tenemos que responder.
S.C.: Cuando leemos tu obra, queda claro que tú buscas claves, la palabra «clave» se repite a menudo.
M.G.: Busco… yo no diría claves, pero entiendo lo que quieres decir. Lo que me interesa es la lógica de los otros. Siguen una lógica para pensar y para actuar. Yo trato de descubrir esa lógica que más tarde dará sentido a sus matrimonios, sus asesinatos, todo lo que hacen. Pregunto siempre a la gente por qué lo hace. Por ejemplo, en las relaciones de parentesco sé que hay una estructura. Lo más normal es que la gente no pueda expresarla en abstracto, pero la viven.
S.C.: ¿Qué comprendieron los baruya de tus objetivos, cómo reaccionaron a tu presencia?
M.G.: Al principio me hicieron preguntas: ¿por qué estás aquí?, etc. Les di una respuesta que tal vez no sea muy inteligente, pero que me sirvió. Había ido con una mochila y un baúl, y en ese baúl llevaba unos cuantos libros. Los saqué y les dije: «Mirad, una parte de la fuerza de los blancos se encuentra ahí, en los libros». No sabían leer, pero habían visto la Biblia del pastor y el registro del oficial que llevaba a la gente a trabajar en las plantaciones. Les dije: «Quiero escribir un libro sobre vosotros, con vosotros». Comprendieron que yo les iba a dar una fuerza o compartir una fuerza. [...…]



S.C.: ¿Por qué la elección de ir a Nueva Guinea?
M.G.: No elegí Nueva Guinea, ni siquiera había pensado en ello. Quería ir a Bolivia, lo había preparado todo con mi amigo Alfred Métraux1, yo debía acudir a su primer trabajo de campo entre los indios. Pero el día en que terminamos de poner todo a punto, un miércoles por la tarde, se suicidó justo después de separarnos. En su entierro, en el cementerio de Bagneux, caminaba tras el catafalco al lado de Lévi-Strauss. Entonces me dijo: «Si me permite aconsejarle, en América del Sur hay ya muchos antropólogos, tanto en los Andes como en la Amazonía. El paraíso de la antropología está hoy en Nueva Guinea». No podía negarme. Le di las gracias y me puse a leer todo lo que pude encontrar sobre esa región. Al principio no estaba nada entusiasmado, pues yo había regresado de Mali, donde la gente y el país son muy hermosos, y las fotos de Nueva Guinea de las que disponía eran feas. Encontraba a la gente fea. Pero al leer, me estimularon mucho sus sistemas de parentesco, que daban la sensación de ser muy complicados. Hay personas que estimulan su mente con cualquier cosa, lo que a mí me estimulaba era el parentesco, hice un fetiche de los sistemas de parentesco, fue el medio que encontré para interiorizar el consejo de Lévi-Strauss.
Yo no había estudiado etnología. Era profesor de filosofía y licenciado en psicología y en letras. Me había formado por mis lecturas y, por supuesto, por el contacto con un gran hombre. Uno no elige la época en que nace, ni tampoco elige a sus profesores. Uno recibe todo eso y, si se es honesto, trata de comprender sin considerar que es definitivo. Hay que ser hiperpragmático en materia de teorías: no aferrarse nunca y saber abandonar cuando no funciona.
Así pues, dije sí a Lévi-Strauss, pero pedí dinero para irme allá a elegir por mí mismo la población sobre la que iba a trabajar. Aceptó. Roy Rappaport, Robert Glasse y otros colegas me proporcionaron nombres de tribus de Nueva Guinea que no habían sido estudiadas nunca, y me fui. Finalmente, elegí a los baruya, que no estaban en mi lista.
Es importante llamar la atención sobre el hecho de que las elecciones cruciales en la vida del antropólogo son la mayoría de las veces fruto del azar. Y es algo bueno —aunque haya valido la pena haber estado en Nueva Guinea—, porque cualquier sociedad es equiparable a otra.
S.C.: Te fuiste con la familia, lo que es poco habitual.
M.G.: No, me fui primero solo. Mi mujer y mis dos hijos se reunieron conmigo ocho meses después. Insistes en el hecho de que el antropólogo está solo en su trabajo de campo, pero no siempre es así. Mi mujer se quedó casi un año conmigo en Nueva Guinea, luego se fue, no podía soportarlo más. Los baruya entraban en nuestra casa, en nuestra habitación, como Pedro por su casa, y ella quería que yo los disuadiera, pero no era fácil. Debo decir que había construido una cama para dos, de madera. Así que venían a ver a ese blanco que se acostaba al lado de una mujer. Entre ellos, un hombre no se acuesta al lado de su mujer, es impensable. Era todo un espectáculo para ellos, los divertía mucho.
Cuando se está solo es diferente, hay que espabilarse para resolver los problemas materiales, y con eso también se aprende. Tenía una lámpara de petróleo que me obligaba a bombear para ver con claridad, bombeaba y copiaba mis fichas, dibujaba esquemas de parentesco, mis huertos, etc. Los baruya me venían a ver y me miraban. Trabajaba así hasta medianoche, después me iba a dormir y, por la mañana, a las siete, ya estaba levantado. Pero por la tarde, solía haber mucha gente a mi alrededor, se quedaban fumando hasta las once, allí. Yo tenía mis cigarrillos, ellos fumaban tabaco verde en pipas especiales. Las de las mujeres eran un simple bambú, con una pequeña cazoleta, sin ninguna decoración, pero la de los hombres eran muy bonitas porque, por todo el cuerpo de la pipa, estaban dibujadas vaginas. De alguna manera, fumaban vaginas. Y, en medio de las vaginas, corría una serpiente, ¡el mismo símbolo que en la Biblia! Evidentemente, las mujeres no podían tocarlas.
De todas las maneras, nunca se está solo, siempre están los otros alrededor. Cuando trataba de escribir en mi mesa, con una mujer posando sus hermosos senos en mi hombro derecho y otra en mi hombro izquierdo, inclinadas para ver qué estaba haciendo, a veces resultaba complicado, dado que no se podía ir más lejos, ni de un lado ni del otro. Ellas me decían: «Maurice, nos gustaría… pero si lo hiciéramos, nos decapitarían, y a ti también». Eso, evidentemente, ayuda a mantener la sangre fría. Ahora eso se acabó, las mujeres llevan blusas que les venden los misioneros. Pero en mi época solo llevaban un taparrabos.
S.C.: ¿Conseguías escribir pese a todo?
M.G.: No, escribía más tarde, aquello era perturbador. Recuerdo que recibí allí una carta de Althusser en que me decía: «¡Qué solo debes de estar!». Le respondí: «¡No te equivoques! Estoy con cientos de baruya durante todo el día, tengo a diez en mi habitación cuando me acuesto; están ahí cuando voy al retrete, están ahí…¡Te aseguro que estoy rodeadísimo!». Él tenía en la cabeza que ser el único blanco allá era forzosamente estar solo. Una idea de filósofo… Y no, no estaba solo, ¡en absoluto!
Más adelante, traje conmigo a dos estudiantes al trabajo de campo. No es habitual que un antropólogo actúe así, comparta sus informaciones y sus contactos; en general, lo que prima entre los investigadores es la rivalidad. Éramos, pues, a veces dos y hasta tres. En el plano científico, ser varios es algo bueno, porque pueden distribuirse las tareas, hacer trabajo colectivo. Pero tampoco conviene ser muchos, no tendría ningún sentido ser dieciocho antropólogos en un pueblo de trescientas personas. En el plano personal, también es agradable. Siendo varios, no se vive de la misma forma: por la tarde, nos reunimos para cocinar, fumamos, hablamos. Sucede, incluso, que se descubren cosas juntos, como el día en que nos trajeron de donde los misioneros una pierna de cordero congelada. La disfrutábamos por adelantado. La cocinamos a la manera francesa, o sea, bien sangrante, y estábamos relamiéndonos. ¡Pero cuando los baruya lo vieron! Comer carne sangrante es repugnante para ellos, estaban asombrados. Ya podía decirles yo: «Así la comemos en nuestro país», ellos sacudían la cabeza y repetían: «No, eso no está bien, Maurice! ¡No se puede hacer eso!». Cogieron los pedazos de carne que les ofrecíamos para probar y se fueron a recocerlos hasta conseguir una verdadera suela. Después, cogieron el hueso que habíamos desechado y se fueron a chuparlo, machacarlo y mascarlo con placer. El hueso es una verdadera delicia para ellos. Aquel día, nos dieron una buena lección de cómo deben comer los humanos.
Para avanzar, es preciso poder descentrarse3. En ese sentido, la antropología es también un trabajo sobre uno mismo, no se trata únicamente de viajar para tratar de conocer a los otros. Suspender su facultad de juzgar, mantener a distancia sus puntos de partida, sus emociones e incluso sus repugnancias. Es un oficio que tiene una dimensión ética, que implica humildad y responsabilidad. Al contrario de los historiadores —que, claro está, son responsables ante la Historia de lo que escriben—, los antropólogos tratan con personas que están vivas. Nuestros «objetos de estudio» están a nuestro alrededor, algunos son amigos nuestros, y otros desconfían de nosotros. Y es cierto que algunos días te hartas, querías trabajar con fulano, como estaba previsto, y no viene. Incluso nos hace perder el tiempo adrede. Tú cuentas eso muy bien… En esos momentos, te sientes mal, desde luego, te sientes dependiente. Nuestros interlocutores son en realidad nuestros maestros, nosotros solo somos niños o alumnos en relación con ellos. Si tienen a bien hablar, si tienen a bien explicarnos… Sin contar con que hay que ser al menos un poco inteligente y comprender que pueden liarnos, o incluso callar lo esencial. [...…]

SCaratini_Tinduf1994
S.C.: No se cruzan los datos en cualquier sentido, se opta. En tus escritos, distingues entre el yo cognitivo, el yo social y el yo íntimo, ahora bien, la combinación de esos tres niveles, o componentes, orienta permanentemente nuestras percepciones y nuestras interpretaciones: tú hombre, yo mujer, tu historia, mi historia. Los grandes hombres, la dominación masculina, eso es lo que, a la postre, se te hizo evidente y sobre lo que, a continuación, construiste un cierto número de cosas que confirmaste en todos los sentidos para que no pudiera ser refutado. ¿Acaso yo, con todo mi background personal, le habría dado tanta importancia? Me hago la pregunta porque en la sociedad que he estudiado, la dominación masculina parece menos violenta que entre los baruya, pero no deja de ser desdeñable: esas niñas empapuzadas a la fuerza y entregadas en matrimonio a los doce años, es desde luego terrible. Sin embargo, lo que me saltó a la vista y de lo que en último término hice el centro de mi trabajo, fue sobre todo el peso de las generaciones, el de los padres sobre los hijos o de los mayores sobre los más jóvenes dentro de una misma generación. Me pareció que ese peso era tan gravoso para los chicos como para las chicas. Eso tal vez sería lo que más me habría llamado la atención en los baruya, pues lo que cuentas sobre el trato que los niños mayores hacen sufrir a los más pequeños es una forma de dominación absoluta. En Mauritania, vislumbré muy pronto la importancia de la desigualdad de clases de edad en la estructura del poder, pero no la tomé como hilo conductor de mis investigaciones sistemáticas, al menos no al principio. Fue en un segundo momento, al cruzar mis datos a partir de eso, cuando aparecieron cosas. Entonces rehice las investigaciones sistemáticas, centradas esta vez en esa cuestión. Como la guerra del Sahara me obligó a espaciar mis estancias en el terreno, tuve tiempo de cavilar sobre todo ello.
A partir de cierto momento, se te enciende una bombilla, la intuición de que es «eso» lo que hay que cruzar. Pero esa intuición proviene de algo que puede ser difícil de explicar. ¿Por qué nos hemos focalizado en eso? Ni uno mismo lo sabe exactamente. Eso no quiere decir que sea una ficción, ni una hipótesis gratuita, es verdaderamente una realidad del trabajo de campo, pero la especial importancia que se le da proviene también de la manera en que la hemos descubierto, vivido, de lo que ha despertado o ha hecho resonar en nosotros. […]

Los antropólogos hablan siempre de la endogamia en la alianza árabe, el principio del matrimonio entre los hijos de dos hermanos, y de ahí sacan toda clase de conclusiones. Encontré, efectivamente, ese discurso en mi trabajo de campo, pero terminé dándome cuenta de que no era más que un discurso. Para empezar, todo miembro de la tribu se denomina «hijo de mi tío paterno», sin distinción entre generaciones ni linajes, lo que plantea un primer problema; pero, sobre todo, es que nadie se ha preocupado por la jerarquía interfraternal de las edades. Cuando los occidentales dicen «fraternidad», sobrentienden «igualdad». Pero ellos no lo ven así y sobre todo no lo viven así. En la cotidianidad, estaba muy receptiva a ese aspecto de las cosas, más que por la dominación masculina. Llegué, pues, a la siguiente evidencia en la que nadie se había fijado: si dos hermanos no son iguales y casan a sus hijos, no puede significar lo mismo si es el hijo del mayor quien se casa con la hija del pequeño o a la inversa. Siguiendo esa hipótesis, comencé una investigación minuciosa —lo que tu llamas «observación sistemática»—, anotando en cada ocasión el rango de nacimiento de los hijos, para saber si las mujeres pasaban del linaje de menores hacia el linaje de los mayores, a la inversa o de manera indiferente. A lo que añadí la situación de cada cual en el territorio. Los erguibat se constituyeron en tribu autónoma, es decir, en sociedad, cuando conquistaron por las armas el dominio de su espacio de pastoreo, lo que les permitió liberarse de sus antiguos protectores y constituir su propio territorio. A partir de ahí, desarrollaron un mito fundacional con una intervención divina, en fin, con todos los ingredientes habituales, para legitimar su soberanía sobre su espacio de pastoreo. Esa historia del rango de nacimiento, de los individuos vivos, hombres y mujeres, como de sus respectivos antepasados, me ha tenido obnubilada durante años. Tanto que acabé encontrando un mito que fija la posición de los descendientes de los menores cara a los descendientes de los mayores. Lo encontré porque lo buscaba: si no tienes la pregunta correcta en la cabeza, puede pasarte desapercibido lo esencial. Ese mito describe el origen de la ruptura entre los dos hijos del antepasado epónimo de los erguibat, que es también la primera escisión interlinajes. Cuenta que el mayor era muy piadoso, serio, como dios manda, mientras que su hermano menor era un tunante, y cómo el antepasado decretó que debían separarse, que los hermanos menores deberían irse al sur y que cada vez que se encontraran en el mismo pasto, unos debían instalarse al oeste de los otros. En los años 70 seguían haciéndolo, ahora no sé, muchos se han sedentarizado.
A partir de ello, pude explicar el desarrollo de los sistemas de clientelismo o de obligaciones desiguales. Porque el tío materno, que es hijo del hermano menor, va a convertirse en deudor de su sobrino carnal, heredero del linaje del mayor. Es decir que el linaje materno —y del menor— se sitúa en una relación de cliente o deudor con respecto a sus cuñados mayores. Es una lógica. Se puede dar el caso de que un hermano menor suplante al mayor, que ocupe su lugar y desempeñe su papel en la familia, entonces observas que la circulación de las mujeres cambia de sentido, como si la entrega de la mujer y la ceremonia del matrimonio que la acompaña sellaran públicamente el reconocimiento de una forma de fidelidad. Una fidelidad que tiende a ir de los hermanos menores hacia los mayores. En suma, «votaremos» por los que se han casado con nuestras hijas o nuestras hermanas.
Fíjate en lo que sucede entre las dinastías árabes o las dictaduras de Oriente Medio. Si consideras el sentido de la circulación de las mujeres en las estrategias de casamientos, puedes entender algunas cosas. Desde hace unos diez años nos atrevemos a admitir, por fin, que el tribalismo no ha desaparecido completamente del mundo árabe, ni mucho menos, simplemente se ha ocultado, en particular por los árabes progresistas. Nos hemos interesado más de cerca por las estrategias de alianzas de personalidades como Saddam Hussein, Ben Ali u otros. Evidentemente, nos hemos percatado del lugar de los cuñados, de los que sirve de ejemplo el papel de los Trabelsi en Túnez, pero sin tener en cuenta ese aspecto fundamental. Y, sin embargo, salta a la vista. Basta con poner atención: toman mujeres de un lado, ¡pero de ninguna manera dan! Porque, cuando entregas a una hermana, sobre todo a uno relativamente próximo, le reconoces la primacía en los beneficios de la alianza, y ello te crea la obligación de apoyarlo. En el caso de que tu familia hubiera recibido anteriormente una mujer de esa familia, tú denotas al contrario la equivalencia. Es una estrategia de alianza diferente, pero la lógica es la misma: yo te juro fidelidad, tú me juras fidelidad; somos tus tíos maternos y vosotros sois nuestros tíos maternos, así estamos tranquilos, por lo menos por un tiempo. [...]












HABLA SOPHIE CARATINI


—¿Quiénes son los erguibat?
Ismail me mira, sorprendido. Estoy tumbada boca abajo en una estera, con la pluma alzada, la página en blanco junto al quinqué y los ojos brillantes de excitación: por primera vez desde que llegué a Mauritania, me convierto por fin en «etnóloga sobre el terreno» e interrogo a la «población», los «autóctonos», los «indígenas», los «llamados salvajes». No falta nada: el cuaderno, la estilográfica, la pregunta, el intérprete y, lo más importante, el primer espécimen de erguibi1 que tengo posibilidad de entrevistar conforme a las reglas del arte. Pero no tengo la menor idea de la manera en que voy a llevar la discusión, si es que soy yo quien la lleve. Tampoco sé con exactitud qué es lo que quiero saber. En realidad no sé nada. Sin embargo, mi pregunta es amplísima. Necesitaré diez años de trabajo y mil páginas de escritura para tratar de responderla, y solo muy parcialmente.2 Sin embargo, la planteo sin pestañear, con una sensación de enorme satisfacción, convencida de estar desempeñando mi papel a la perfección.
¿Acaso no tengo un diploma universitario? ¿No obtuve el año anterior la licenciatura de etnología en el departamento más apreciado por aquel entonces?3 Bien es verdad que no seguí las clases con asiduidad. Era tan raro escuchar a los profesores hablar de sus viajes, las personas que habían encontrado o conocido, la manera en que habían entablado sus primeras relaciones y abierto, poco a poco, la comunicación. Como si no mereciera la pena contar su experiencia personal, y esta no tuviera sitio en la universidad. En sus exposiciones, las poblaciones de las que analizaban la organización familiar, los ritos, el sistema político o el pensamiento se convertían en abstracciones. Con el cuerpo contrito en actitudes acompasadas y solemnes, esparcían sobre nuestras estupefactas cabezas una oleada de palabras de las que la aventura humana estaba ausente.
Por aquel entonces, al otro lado del campus, en una residencia universitaria erigida sobre un descampado embarrado, justo enfrente de las famosas chabolas de Nanterre, se hallaban la vida, la investigación, las auténticas preguntas. Puesto que allí estaban los Otros: africanos, asiáticos, árabes, bereberes, cristianos, musulmanes, judíos, estudiantes en la universidad, adolescentes chabolistas, chicas, chicos, todos se reunían y hablaban, hablaban y hablaban. Las ideas volaban, los testimonios circulaban, y rugía la revuelta. Con ellos aprendí a reflexionar sobre la alteridad y comprendí que todos éramos parecidos. Con ellos tomé conciencia de la existencia de unas relaciones de dominio internacional y de mi pertenencia al campo de los dominadores. La guerra de Argelia había concluido hacía poco, mis amigos eran árabes, eran hermosos, y yo me sentía avergonzada. Culpable por una historia que descubría era la mía, solidaria con la miseria provocada por mis padres y responsable de la mentira que seguían profiriendo, tenía que tomar partido.
De modo que decidí interesarme por el Magreb. Como parecía que la literatura colonial había privilegiado la cultura berebere, opté por estudiar un pueblo árabe. Puesto que de todos los pueblos de la tierra, los nómadas eran los más vilipendiados, decidí interesarme por los nómadas árabes. Y, como Francia había conquistado el Sahara, partiría a la búsqueda de nómadas árabes saharauis, con quienes, en nombre de todos los otros, sentía que había heredado una deuda.
No por eso pretendía marginarme del sistema universitario. Al contrario, quería incluir mi investigación dentro de un currículum a fin de que fuera reconocida. Por lo tanto tenía que buscar un lugar que se hubiera mantenido hasta entonces al margen de las investigaciones de los etnólogos, pues esa era la regla de juego. Lo primero era encontrar a un profesor que aceptara dirigir académicamente mis estudios y me ayudara a poner nombre a esos nómadas árabes saharauis desconocidos, pues en esta universidad rodeada de magrebíes, la enseñanza había hecho caso omiso de la civilización árabe. Sin embargo, al otro lado, entre las viviendas de alquiler protegido, los barrios de chabolas y los colegios mayores, solía escucharse a través de las ventanas, junto a los lamentos de Um Kalthum, una canción:
Si queréis hablar de países lejanos
Donde se muere de miseria y hambre
De los niños de Biafra y de los indiecitos
Ir a ver a mis vecinos, a dos pasos de mi casa…4
A fuerza de indagar, acabé descubriendo en el tablón de anuncios del departamento de Etnología de la Universidad una minúscula nota escrita apresuradamente a mano, como si se tratara de un añadido hecho a última hora, una vez redactados los programas:
Los alumnos que quieran matricularse en los cursos de licenciatura del mundo árabe deben ponerse en contacto con la profesora Dominique Champault, responsable del Departamento de África blanca del museo del Hombre, o con D. Ahmed Baba Miské.
A Dominique Champault —cabellos tan negros como una saharaui y mirada cálida e inteligente— le divierten mis apresuradas pretensiones, cuando le anuncio en tono perentorio que lo desconozco todo sobre la civilización árabe, pero que tengo la intención de hacer mi tesina sobre ese tema: salgo de su despacho con la referencia de una treintena de obras que tengo que leer para empezar. Cuando regreso tres meses después, acepta recorrer conmigo en pensamiento las estepas que ella ha recorrido de África y Oriente Medio. A continuación me habla de los erguibat que vio en Tabelbala, adonde venían a aprovisionarse5.
—Es la tribu más importante del Sahara occidental. Un oficial de Asuntos indígenas redactó un informe sobre los erguibat leguacem.6 Debería leerlo. Está sin publicar y data de los años cuarenta.
Ahmed Baba Miské es mauritano. Cuando le pregunto si acaso conoce «nómadas árabes que no hayan sido estudiados», también me habla de los erguibat. Simpatiza con los jóvenes saharauis que se disponen a luchar en el Sahara español y con ello lanza una botella al mar, ¿pero cómo iba yo a saberlo? Cómo podía yo saber que estos «nómadas árabes no estudiados» son legión en Mauritania, y que este asunto, apenas rozado distraídamente por mi interlocutor, está de plena actualidad en un lugar adonde no llegan los periodistas? Pues nada. De los erguibat tan solo me dijo su nombre.
—No puedo darle la más mínima referencia, pues estoy en contra de las bibliografías. Pero, si quiere conocer a algún mauritano, puedo darle el número de teléfono de una prima que puede ponerla en contacto con estudiantes o gente de paso.
Garabatea un número de teléfono en un trozo de papel: el hilo de Ariadna que habré de desenrollar y que me conducirá hasta lo más profundo de Mauritania.
Intuyendo que los erguibat pueden tener que ver con lo que ando buscando, corro febrilmente de biblioteca en biblioteca y acabo descubriendo, en el 13 de la rue du Four, en el distrito 6 de París, un sorprendente «Centro de Estudios Superiores Administrativos Musulmanes», rebautizado a raíz de la descolonización como «Centro de Estudios Superiores sobre África y Asia Modernas». En una reducida sala de lectura, casi siempre desierta, se conservan cuidadosamente miles de informes mecanografiados, la mayoría redactados por oficiales de la infantería colonial o de Asuntos indígenas.
Mira por dónde, siendo antimilitarista, son los militares los que me proporcionan las primeras informaciones: los oficiales meharistas, obligados a nomadear para combatir con los nómadas y luego para controlarlos y administrarlos, redactaron multitud de notas sobre su economía, el sistema tribal, las tradiciones orales y el derecho consuetudinario. A través de mis lecturas me informo de que los erguibat forman una «confederación de tribus» camelleras constituida por 30000 individuos durante la década de los años treinta, y que fueron los últimos que hicieron frente a la penetración francesa en el norte de Mauritania, entre 1905 y 1934: unos irreductibles, lo cual no deja de seducirme. Y también descubro que estos erguibat, «hijos de las nubes»7, símbolos de libertad y movimiento, campeones de la resistencia musulmana, eran abominables esclavistas que secuestraban niñitos negros a orillas del Senegal y el Níger y a continuación trasladaban a estos cautivos aterrorizados hasta sus tórridos desiertos para que guardaran sus rebaños. ¿Esta historia de buenos y malos no será más complicada de lo que parece a primera vista?
Mientras en la Escuela de Lenguas Orientales me enseñan el árabe clásico como si se tratara de una lengua muerta, comienzo a tomar en Belleville mis primeros tés mauritanos. Allí descubro a árabes diferentes de los de la residencia universitaria y también de los del barrio de chabolas. Más delgados, con el pelo muy corto, en una época en que los chicos exhiben melenas que les cubren el cuello, y costreñidos por la ropa occidental, que llevan torpemente, tienen la tez oscura y miran sin insolencia. Allí me encuentro con mi primer erguibi.
Hamdi es sin duda el chico más introvertido que he conocido nunca. Oculto tras un recato infranqueable, sólo responde con un «sí» o un «no» a las innumerables preguntas con que lo acoso. Tampoco es que lo someta a un interrogatorio demasiado indiscreto: hablamos de su trabajo, su salud, el color del cielo o el tiempo. Trato de propiciar el intercambio, ofrecer el primer presente y lo llevo a todas partes: con mi familia y con mis amigos. Todos reciben amablemente a este joven mudo y sonriente, pero no saben por qué brecha deslizarse para establecer al menos un punto de contacto. Si al menos su presencia desesperantemente silenciosa resultara ligera, acabaríamos acostumbrándonos, pero un embarazo indefinible pesa sobre su silencio, como si él mismo sintiera como una especie de incongruencia encontrarse entre nosotros.
Pasados unos meses, Hamdi me propone acogerme en su familia para proseguir allí mis investigaciones. Así que decido partir después del verano, en el mismo avión que él. Me queda el tiempo justo para examinarme de árabe, reunir los fondos necesarios y documentarme más a fondo sobre las denominadas «técnicas de trabajo de campo». A medida que se acerca la fecha de salida, mis preocupaciones se vuelven más prosaicas: ¿cómo vestirme? ¿Qué equipaje voy a llevar? Mis amigos me abruman con consejos que muchas veces se contradicen. Pero, en todo caso, el objetivo fundamental de la vestimenta que me hacen reunir es enmascarar al máximo las formas femeninas de que me ha dotado la naturaleza, pues los árabes… ya se sabe… hay que tener cuidado con ellos.
Pocos días antes de partir, visito a Dominique Champault para plantearle una pregunta crucial que últimamente me atormenta: ¿cómo arreglárselas cuando en un campamento de nómadas, estando todos reunidos, sientes la necesidad imperiosa de hacer tus necesidades? Y me da esta valiosa información: en tal situación, basta con levantarse y alejarse para ponerse al abrigo de las miradas, sin dar explicaciones, y todo el mundo comprenderá.
El martes, 19 de noviembre de 1974, llego al aeropuerto de Orly Sur, donde he quedado con Hamdi, cargada con mis 25 kg de equipaje autorizados. En un gran macuto de tela de color caqui comprado en el rastro de París, llevo un batiburrillo de ropa, medicamentos y dos libros: un método de árabe clásico y el Corán. Apenas puedo con mi bolso de mano, atiborrado de papeles, lápices, la cámara de fotos, el magnetófono, cintas y películas. También me pesa el corazón: abandono en París, por mucho tiempo, al hombre que amo.
(del Preámbulo de la autora a Hijos de las nubes)
 

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