DARWISH

HABLA MAHMUD DARWISH

MEMORIA PARA EL OLVIDO


—En Memoria para el olvido usted dice: “Tampoco me han alegrado las manifestaciones de Tel Aviv. Nos roban todos los papeles. De ellos el asesino y de ellos la víctima. (...) Gritaban en nuestro nombre. Lloraban en nuestro nombre (...). ¿Por qué esa rabia de los manifestantes israelíes contra la guerra del Líbano? ¿Le es indispensable el cliché verdugo-víctima?
—Yo hablaba del mundo árabe durante el asedio. Fue durante el Mundial de 1982. En los países árabes la calle estaba pendiente del fútbol. Miles de personas se echaron a la calle para abuchear a un árbitro. ¿Quién era el agresor? Israel. ¿Quiénes se manifestaban? Los israelíes. Todo era un asunto israelí. Raful y Sharon eran los agresores. ¿Y quiénes se oponían a ellos? Israel. Los israelíes atacan: son héroes; los israelíes se manifiestan: son los buenos. (...) Y yo, ¿dónde estoy yo? Fuera de escena. En el texto que usted cita mi propósito era denunciar la situación en el mundo árabe. (...) Los árabes se contentaron con las imágenes de la manifestación israelí de Paz Ahora, como si los israelíes hablaran en su nombre. Todo está muerto en el mundo árabe. El libro no es un análisis de la situación política. Es un libro panorámico sobre el papel de víctima y el de sacrificador. Temía que aquellas manifestaciones, buenas y positivas en sí mismas, no dirigieran las cámaras hacia el territorio israelí y nos dejaran en la sombra. (...) No quería molestar a nadie, pero necesitaba mostrar la paradoja. (...) Quería decir que la víctima no tenía dónde manifestarse, pues otros lo hacían por ella. Todo lo bueno venía de allí, borrando el mal que también venía de allí».
—¿Esos israelíes perturbaban su estereotipo de israelí?
—Yo no tengo un estereotipo del israelí. Me fastidiaba librarles de su problema de conciencia. Quería decir que yo no existía, ni como víctima, ni como rebelde, ni como voz. El mundo árabe jugaba al fútbol, y la salvación moral venía de Israel. (...)
—Un número no desdeñable de israelíes hablan de una oposición trágica entre una justicia y otra.
—No acepto esa idea de que las dos partes tienen razón. La justicia no lucha contra la justicia. Solo hay una justicia. Prefiero: una vivencia contra otra vivencia. Una versión frente a otra versión. Argumento contra argumento, ausencia contra presencia, o al contrario. Pero no un derecho contra otro. Es el mayor bluff que he oído, como ese otro bluff: “Palestina una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Dos mentiras. (...)
—La historia de las relaciones entre los intelectuales y el poder ha sido siempre la de una sana hostilidad. ¿No cree que hay momentos históricos en que la valentía se demuestra más apoyando y animando, como cuando los intelectuales apoyaron a Rabin y Peres?
—Nuestro papel es criticar el proceso. Yo no me opuse a los acuerdos de Oslo. Manifesté mis reservas. No estoy en contra de la paz. Querría que el país lo compartieran dos pueblos, no un pedazo por aquí y otro por allá, es decir, encerrarse en guetos. Solo la cultura garantiza una paz estable. Sostuve a la dirección en los momentos de debilidad. Ahora que son fuertes, tengo derecho a no aplaudir. Si ve la luz un Estado palestino, yo estaré en la oposición. Es mi lugar natural. (...)
»¿Sabe usted por qué somos tan conocidos los palestinos? Porque nuestros enemigos son ustedes. El interés por la cuestión palestina se deriva del interés por la cuestión judía. Sí. Quienes interesan son ustedes, no yo. Si estuviéramos en guerra con Paquistán, nadie hubiera oído hablar de mí. Así que tenemos la mala suerte de que nuestro enemigo sea Israel, que tiene tantos simpatizantes en el mundo, y tenemos la suerte de que nuestro enemigo sea Israel, pues los judíos son el ombligo del mundo. Ustedes nos han procurado la derrota, la debilidad y la fama. (...)
—Le recuerdo las Lamentaciones de Jeremías, nada más.
—Yo también le recuerdo que no puede gozar de todos los mundos. Usted quiere ser la víctima. Se muere de ganas de ser la víctima. Tiene celos de que el mundo reconozca a otro como víctimas. Ese es un monopolio israelí. ¿Podría usted explicarme por qué todo lo que les sucede a los palestinos –por ejemplo cuando les rompen los huesos–, si aparece durante un minuto en la televisión francesa, nos cuesta una semana completa de películas sobre la Shoah? En aras del equilibrio. Existe entre nosotros una rivalidad sobre el estatus de víctima. Yo estoy dispuesto a invertir los papeles. Ser idiota y vencedor, y dejar de ser la víctima. ¿Está usted dispuesta al cambio?
—Yo ya he sido víctima.
—¿Y qué quiere ser ahora? Concédame el derecho de gritar como víctima. Y no me recuerde las Lamentaciones de Jeremías.
Fragmentos de la entrevista con la poeta israelí Helit Yeshurun, Hadarim, primavera de 1996
PALESTINA COMO METÁFORA

—He optado por ser un poeta troyano. Pertenezco decididamente al campo de los perdedores. Los perdedores que han sido privados del derecho a dejar huella alguna de su derrota y del derecho a proclamarla (...).

»Tomo partido por Troya, pues Troya es la víctima. Mi educación, mi manera de ser y mi experiencia son las de una víctima. Y mi conflicto con el Otro gira en torno a una sola pregunta: ¿quién de los dos merece, hoy, el estatuto de víctima? En repetidas ocasiones he dicho al Otro bromeando: cambiemos los papeles. Usted es una víctima victoriosa, erizada de cabezas nucleares. Yo, una víctima dominada, erizada de cabezas poéticas. No sé si la supremacía poética nos proporcionará legitimidad nacional. Pero la poesía es mi oficio. (...)

»He deseado tantas veces ser victorioso para poner a prueba mi humanismo, mi capacidad de ser solidario con una víctima que, de alguna forma, ha contribuido a labrar su propio destino. (...)

»No siento ninguna vergüenza de colocarme del lado de los perdedores. Pues tengo la convicción de que la derrota implica una mayor carga poética.

»Podemos hacer concesiones y ponernos de acuerdo sobre todo, salvo la historia. Podemos compartir la tierra, las ventanas de los sueños, la fusión de la flauta con la flauta, los mitos nacidos en esta tierra, todo lo que usted quiera.

»Tengo ventaja sobre el enemigo en este aspecto. Considero que la Biblia es parte integrante de mi herencia, mientras que el islam no lo es de la suya. No tengo ningún problema en considerarme el producto, el mestizo, de todo lo que esta tierra palestina ha dicho, de todo lo que la humanidad ha dicho. Pero él se niega a hacer lo mismo, prohibiéndome asociarme a su identidad cultural y humana. Es él el que reduce su identidad y la hace selectiva. Podríamos entendernos sobre todo, salvo sobre la historia, y no hay ninguna resolución internacional, que yo sepa, que nos imponga que nos entendamos sobre la historia. (...)

»No creo que haya en el mundo un solo pueblo al que se le pida todos los días que pruebe su identidad como a los árabes. Nadie dice a los griegos: ustedes no son griegos; a los franceses: ustedes no son franceses. Pero el árabe debe presentar permanentemente sus documentos de identidad, porque se busca que dude de sí mismo. Yo no estoy obsesionado por la genealogía ni la parentela. La única identidad que proclamo (...) es “Yo soy mi lengua”. Ni más ni menos. Y digo que en esta lengua se percibe la vecindad de los romanos, los persas y tantos otros pueblos. Sólo me reconozco en mi lengua, y no estoy preocupado en absoluto por las “diferencias” de raza o sangre. No creo en las razas puras, ni en Oriente Medio ni en otra parte. Al contrario, estoy convencido de que el mestizaje me enriquece y enriquece mi cultura. Es el Otro el que me exige sin cesar que sea un árabe, por supuesto, según su propia definición de arabidad. (...)

»Recuerdo una conversación entre Jean Genet y Juan Goytisolo. Genet, que despreciaba el concepto de patria, dijo a Goytisolo: “La patria es la idea más estúpida que existe, salvo para quienes están privados de ella, como los palestinos”. “¿Qué sucederá cuando los palestinos hayan encontrado su patria?”. “Podrán tirarla entonces por la ventana”, respondió Genet. (...)

»Soy árabe, y mi lengua conoció el mayor florecimiento cuando estuvo abierta a los otros, a la humanidad entera. (...) No existe gueto en mi identidad. Mi problema reside en lo que el Otro ha decidido ver en mi identidad. Y, sin embargo, yo le digo: esta es mi identidad, compártela conmigo, es lo suficientemente amplia como para acogerte; nosotros, los árabes, solo tuvimos una verdadera civilización cuando  salimos de nuestras tiendas para abrirnos a lo múltiple y lo diferente. No soy de los que sufren una crisis de identidad, ni de los que no cesan de preguntarse: ¿quién es árabe? ¿Qué es la nación árabe? Soy árabe porque el árabe es mi lengua, y, en el actual debate, hago una encarnizada defensa de la lengua árabe, no para salvaguardar mi identidad, sino por mi existencia, mi poesía y mi derecho a cantar».

Fragmentos de la entrevista con el poeta libanés Abbas Baydun,
Al-Wasat,
septiembre-octubre 1995, recogida en La Palestine comme métaphore, Sindbad-Actes Sud, 1997



MUHAMMAD *
(2000)
                                                                   
Muhammad,
acurrucado en brazos de su padre, es un pájaro temeroso
del infierno del cielo: papá, protégeme,
que salgo volando, y mis alas son
demasiado pequeñas para el viento… y está oscuro.
Muhammad,
quiere volver a casa, no tiene
bicicleta, tampoco una camisa nueva.
Quiere irse a hacer los deberes
del cuaderno de conjugación y gramática: llévame
a casa, papá, que quiero preparar la lección
y cumplir años uno a uno…
en la playa, bajo la palmera…
Que no se aleje todo, que no se aleje…

Muhammad,
se enfrenta a un ejército, sin piedras ni
metralla, no escribe en el muro: "Mi libertad
no morirá" —aún no tiene libertad
que defender, ni un horizonte para la paloma
de Picasso. Nace eternamente el niño
con su nombre maldito.
¿Cuántas veces renacerá, criatura
sin país… sin tiempo para ser niño?
¿Dónde soñará si se queda dormido…
si la tierra es llaga… y templo?

Muhammad,
ve su muerte viniendo ineluctable, pero
se acuerda de una pantera que vio en la tele,
una gran pantera con una cría de gacela acorralada; mas al
oler de cerca la leche
no se abalanza,
como si la leche domara a la fiera de la estepa.
"Entonces —dice el chico— me voy a salvar".
Y se echa a llorar: "mi vida es un escondite
en la alacena de mi madre, me voy a salvar… yo daré fe".
Muhammad,
ángel pobre a escasa distancia del
fusil de un cazador de sangre fría. Uno
a uno la cámara acecha los movimientos del niño,
que se funde con su imagen:
su rostro, como la mañana, está claro,
claro su corazón como una manzana,
claros sus diez dedos como cirios,
claro el rocío en sus pantalones.
Su cazador debería habérselo pensado
dos veces: le voy a dejar hasta que sepa deletrear
esa Palestina suya sin equivocarse…
me lo guardo en prenda
y ya le mataré mañana, ¡cuando se revuelva!

Muhammad,
un jesusito duerme y sueña en
el corazón de un icono
fabricado de cobre,
de madera de olivo,
y del espíritu de un pueblo renovado.

Muhammad,
hay más sangre de la que precisan los noticiarios
y a ellos les gusta: súbete ya
al séptimo cielo,
Muhammad.

(Traducción de Luz Gómez García)
(Publicado en Nación Árabe, nº 43, invierno 2001)

* Este poema se publicó originalmente en el periódico al-Quds el 21/22 de octubre de 2000; recrea las conocidas imágenes del asesinato, el 30 de septiembre de 2000, del niño Muhammad ad-Durra, acribillado por el ejército israelí en brazos de su padre.


LA NAKBA (el Desastre)
por Mahmud Darwish

El pasado 15 de mayo, día de la Nakba (el Desastre de 1948), los palestinos no hemos mirado atrás para desenterrar la evidencia de un crimen pasado, porque la
Nakba es un presente continuo que augura con mantenerse en el futuro. No necesitamos nada para recordar la tragedia humana que hemos padecido durante los últimos 53 años: seguimos viviéndola en la actualidad. Seguimos sufriendo sus consecuencias, aquí y ahora, en la tierra de nuestra patria, la única que tenemos. No olvidaremos lo que se nos ha hecho en esta tierra dolorida y lo que se nos sigue haciendo. No sólo porque la memoria individual y colectiva es fértil, capaz de recordar nuestra triste existencia, sino porque la trágica y heroica historia de nuestra tierra y nuestro pueblo sigue tiñéndose de sangre con el conflicto permanente entre lo que ellos quieren que seamos y lo que nosotros queremos ser.

Los responsables de la
Nakba, al anunciar en estos días de conmemoración que la Guerra de 1948 no ha terminado todavía, desenmascaran escandalosamente el espejismo de su paz, un espejismo surgido en la década pasada, cuando se atisbó la posibilidad de poner fin al conflicto mediante una solución basada en que los dos pueblos compartieran la misma tierra. Desenmascaran también, y escandalosamente, la incompatibilidad del proyecto sionista —en cuanto que su meta, exterminar a la población palestina, permanece en su agenda— con la paz. Para los palestinos, esta guerra consiste en que seguimos sometidos al desarraigo continuo; en que seguimos siendo refugiados en nuestra propia tierra y fuera de ella; en que seguimos sometidos al intento, tras la ocupación de nuestra tierra y nuestra historia, de que otros trivialicen nuestra existencia para que no sea una inequívoca entidad en el espacio y en el tiempo y se convierta en una redundante sombra exiliada en el espacio y en el tiempo.

Pero los responsables de la
Nakba no han conseguido romper la voluntad del pueblo palestino ni borrar su identidad nacional -ni con el desalojo, ni con las masacres, ni con la transformación de las ilusiones en desengaños ni con la falsificación de la historia. Tras cinco décadas no han conseguido ni forzarnos a la ausencia o al olvido ni borrar la realidad palestina de la conciencia del mundo mediante su falsa mitología y la fabricación de una inmunidad moral que confiere a la víctima del pasado el derecho a crear sus propias víctimas. No hay nada como un verdugo sagrado. Hoy la memoria de la Nakba confluye con la lucha palestina en defensa de su ser, de su derecho natural a la libertad y a la autodeterminación en un fragmento de su patria histórica, y ello tras haber concedido para hacer posible la paz más de lo que nunca fue necesario desde el punto de vista de la legalidad internacional. Cuando la hora de la verdad se aproximaba, la esencia verdadera del concepto israelí de paz se desenmascaró: el mantenimiento de la ocupación bajo otro nombre, bajo mejores condiciones (para el ocupante) y a más bajo coste.

La Intifada —ayer, hoy, mañana— es la expresión natural y legítima de la resistencia contra la esclavitud, contra una ocupación caracterizada por la más sucia forma de apartheid, la que pretende, bajo la cobertura de un elusivo proceso de paz, desposeer a los palestinos de su tierra y de la fuente de su sustento y confinarles a reservas asediadas por asentamientos de colonos y carreteras, hasta el día en que tras aceptar el fin de sus demandas y de su lucha se les conceda que llamen a sus jaulas Estado.

La Intifada es en esencia un movimiento civil y popular. No constituye una ruptura con la noción de paz sino que intenta salvarla de las injusticias del racismo, devolviéndola a sus verdaderos padres, la justicia y la libertad, ante la previsión de que el proyecto colonialista israelí se mantenga en Gaza y Cisjordania bajo la cobertura de un proceso de paz que los líderes israelíes han vaciado de contenido.

Nuestras manos heridas todavía pueden extraer la marchita rama de olivo de los escombros de la masacrada arboleda, pero sólo si los israelíes alcanzan la edad de la razón y reconocen nuestros legítimos derechos nacionales, definidos por las resoluciones internacionales: el derecho al retorno, la retirada completa de los territorios palestinos ocupados en 1967 y el derecho a la autodeterminación y a un estado independiente y soberano con Jerusalén como capital. De igual modo que no puede haber paz con ocupación, no puede haberla entre amos y esclavos. La comunidad internacional no puede —como hizo en 1948, el año de la Nakba— cerrar los ojos por mucho más tiempo a lo que está ocurriendo en la tierra de Palestina. La agresión israelí sigue asediando a la sociedad palestina, sigue matando y asesinando mediante el uso excesivo de sus fuerzas de destrucción sobre un pueblo desarmado, un pueblo que defiende lo que queda de su amenazada existencia, los escombros de sus casas, los olivos que restan bajo la amenaza de ser también arrancados.

La naturaleza de la guerra declarada al pueblo palestino se evidenciará mejor con la atención que le preste la comunidad internacional, pues esta guerra encarna la lucha entre valores internacionales en conflicto: por un lado, las fuerzas que pretenden permitir al sionismo colonialista y al apartheid vivir bajo nuevos nombres y fórmulas; por otro, las fuerzas que insisten en la necesidad de que prevalezcan la justicia y la verdad en esta región del mundo. La implicación de otros Estados y pueblos en la confrontación que está teniendo lugar en Palestina y su atención a un pueblo palestino privado de una vida cotidiana digna, demostrarían no sólo que dichos Estados y pueblos están comprometidos con la estabilidad política en Oriente Medio en beneficio propio, sino que acreditarían su posición moral acerca de los conceptos de libertad, justicia e igualdad.

La protección internacional contra el brutal terrorismo del régimen israelí -que parece estar por encima del derecho y del orden internacionales- se ha convertido para los palestinos en una urgente necesidad. No sólo es necesario purgar los pecados del pasado sino prevenir la perpetración de pecados futuros, luchar para que no se añada otro capítulo al libro de la
Nakba. Sin embargo, en lugar de reconocer su responsabilidad en la Nakba y en la tragedia de los refugiados —un requisito imprescindible para cualquier solución política—, Israel amplía el libro de la Nakba y nos recuerda que ninguna historia puede comenzar por el final. Nosotros no hemos olvidado el principio, ni las llaves de nuestras casas, ni las farolas de las calles encendidas con nuestra sangre, ni a los mártires que nutrieron la unidad de la tierra, del pueblo y de la historia, ni a los vivos que nacieron en el camino y que sólo pueden, en tanto el espíritu de la patria permanezca vivo en nuestro interior, caminar hacia una patria del espíritu. No debemos olvidar ni el ayer ni el mañana. Mañana empieza hoy. Empieza con la voluntad de que el camino a recorrer, el camino de la libertad, el camino de la resistencia, se haga hasta el final, hasta que la eterna pareja —libertad y paz— se encuentre.
(Traducción de Luz Gómez García)




NADA, NADA JUSTIFICA EL TERRORISMO
por Mahmud Darwish

La catástrofe que ha golpeado Washington y Nueva York tiene un solo nombre: la sinrazón del terrorismo. Esta catástrofe no ha sido ni una siniestra película de ciencia-ficción ni el Día del Juicio. Ha sido terrorismo, a palo seco, sin patria ni color ni credo, a pesar de los muchos dioses, divinidades y agonías humanas con que pretenda autojustificarse.

Ninguna causa, ni siquiera una causa justa, puede legitimar el asesinato de inocentes civiles, por muy larga que sea la lista de acusaciones y la nómina de agravios. El terror nunca allana el camino a la justicia, es un atajo al infierno. Deploramos estos horrendos crímenes y condenamos a quienes los planearon y ejecutaron con todas las palabras de repulsa y condena que existen en nuestra lengua. Hacemos esto no sólo como un deber moral, sino también para reafirmar nuestro compromiso con nuestra propia naturaleza de seres humanos y nuestra fe en los valores humanistas que no diferencian entre una persona y otra. Nuestras simpatías hacia las víctimas y sus familias, así como hacia el pueblo americano en estos duros momentos, es igualmente una expresión de nuestro hondo compromiso con la unidad del destino humano. Porque una víctima es una víctima, y el terrorismo es terrorismo, aquí o allí, no conoce fronteras o nacionalidades, y no le falta retórica para matar.

Nada, nada justifica este terrorismo que ha fundido la carne humana con hierro, cemento y polvo. Ni nada puede justificar que se polarice el mundo en dos bloques que nunca puedan encontrarse: uno del bien absoluto, el otro del absoluto mal. La civilización es el resultado de la contribución de cada sociedad a una herencia global; la acumulación e interacción que conduce a la elevación de la humanidad y a la nobleza de la conciencia. En este sentido, la insistencia de los neo-orientalistas en que el terrorismo anida en la naturaleza primigenia de la cultura árabe e islámica no contribuye en absoluto a aclarar el enigma, y menos aún ofrece solución alguna. Al contrario, hace que la solución sea más inescrutable, porque ha caído en las garras del racismo.

Por ello, cuando América busca razones para comprender la animosidad hacia su política (una animosidad que no es hacia el pueblo americano y el conjunto de su cultura) debe distanciarse del concepto "choque de culturas". Debería también prescindir de la necesidad de identificar siempre a un enemigo de carne y hueso, imprescindible para probar la "supremacía occidental". En lugar de eso, debería moverse en el terreno de la política, en el que los Estados Unidos deberían reflexionar acerca de la sinceridad de su política exterior. En particular, deberían meditar sobre sus logros en Oriente Próximo, donde los grandes valores americanos de la libertad, la democracia y los derechos humanos han dejado de funcionar, especialmente en el contexto palestino, en el que la ocupación israelí sigue estando exonerada de responder al derecho internacional, al tiempo que los EEUU le provee de todas las razones que necesite para justificar prácticas que lindan con el terrorismo de Estado.

Sabemos que la herida de los americanos es profunda, y sabemos que este trágico momento es un tiempo para la solidaridad y el dolor compartido. Pero también sabemos que los horizontes del intelecto pueden atravesar paisajes de devastación. El terrorismo no tiene territorio ni fronteras, no reside en una geografía propia, su casa es el desencanto y la desesperación.

La mejor arma para erradicar el terrorismo proviene de la solidaridad de la comunidad internacional, del respeto al derecho de todos los pueblos del planeta a vivir en armonía, de la reducción de la sima cada vez más profunda entre el norte y el sur. La manera más efectiva para defender la libertad es haciendo totalmente realidad el significado de la justicia. Las medidas de seguridad por sí solas no son suficientes, puesto que el terrorismo extiende sus redes a múltiples naciones, y no reconoce fronteras. No puede dividirse al mundo en dos sociedades, una para los rebeldes y otra para los oficiales de la ley. Pero nada, nada justifica el terrorismo.
Texto suscrito por Hanna Nasser, Sari Nusseiba, Salim Tamari, Rema Hammai, I'zzat Ghazawi, Hassan Khader, Hannan Ashrawi.
(Publicado en CSCAweb, 17 de septiembre de 2001)

(Traducción de Luz Gómez García)

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