LEONARDO DA VINCI

Además de los textos e imágenes reunidos en esta página, el lector interesado puede consultar el blog Leonardo da Vinci en español, en el que hemos reunido gran parte del material añadido a la edición digital de El hombre, la naturaleza, la mirada.

FRANCESCO MELZI, DISCÍPULO DE LEONARDO

FRANCESCO MELZI (1493-1572/3)





Entró al servicio de Leonardo a los 14 años, en 1507, durante la segunda estancia del pintor en Milán, y lo acompañó en sus viajes a Roma en 1513 y a Francia en 1517. Durante los últimos años de Leonardo se convirtió en su secretario personal y albacea, recibiendo en herencia la mayor parte de su obra.
Gracias a sus copias conocemos dibujos perdidos de Leonardo. A él debemos la recopilación de escritos que ha pasado a la posteridad como el Tratado de la pintura y el conocido retrato del pintor que abre esta edición, que forma parte de la Colección real británica, pues, a la muerte de Melzi, sus herederos fueron vendiendo todos los objetos que conservaban de Leonardo.
Incluimos a continuación algunos de los dibujos y cuadros más representativos de la obra de Francesco Melzi, algunos tan próximos a los de Leonardo, que fácilmente podrían confundirse con los suyos.


Cinco cabezas grotescas (1515). 180 mm de alto x 120 mm de ancho. Plumilla y tinta sepia sobre papel banco. Academia de Venecia.






Siete caricaturas (1515). 180 mm de alto x 120 mm de ancho. Plumilla y tinta sepia sobre papel banco. Academia de Venecia.




Dos cabezas grotescas (primera mitad del siglo XVI). 54 mm de alto por 99 mm de ancho. Plumilla y tinta ocre.



Retrato de Leonardo da Vinci (1510 circa). 275 mm de alto por 190 de ancho. Sanguina sobre papel.

SALAI, EL OTRO DISCÍPULO DE LEONARDO

Gian Giacomo Caprotti da Oreno, también conocido como Salai, nació hacia 1480 en Milán y murió asesinado en dicha ciudad, relativamente joven, con tan solo 44 años. Entró de niño al servicio de Leonardo y permaneció a su lado hasta el momento de su muerte, pese a su carácter, que
llevó a Leonardo a calificarlo de «ladrón y embustero». Es más conocido por haber servido de modelo a su maestro (San Juan el Bautista, El ángel encarnado) que por su propia obra (Monna Vanna).

 


Han sido muchos los estudiosos que han sugerido una posible relación homoerótica entre discípulo y maestro, teniendo en cuenta la sombra de las denuncias de sodomía que trataron de manchar la reputación del taller de Verrocchio donde se formó Leonardo. Este al morir le legó parte de su obra, como a su otro discípulo Francesco Melzi.


LA SONRISA DE LEONARDO

(Prólogo de Clara Janés a El hombre, la naturaleza, la mirada)


¿Qué esconde la sonrisa de la Gioconda? Acaso algo semejante a este recuerdo de infancia: «… me parecía que, estando yo en la cuna, un milano venía a mí, me abría la boca con la cola y me golpeaba muchas veces con la cola dentro de los labios». Y sellaban el recuerdo las palabras: par che sia mio destino, «parece que sea mi destino».

La sonrisa, sin duda, marcó el destino del cuadro, probablemente porque transmite un misterio que permanece. Leonardo da Vinci, al pintar ese retrato, pintó mucho más. El hecho de que se lo llevara consigo, junto a todos sus manuscritos, cuando partió hacia Amboise a la corte de Francisco i tres años antes de morir, es significativo. Indica, acaso, que en él revelaba algo de su interior, algo secreto tal vez solo descifrable por un procedimiento enigmático, como su escritura.

La palabra, portadora de concepto, es la forma más completa que tiene el hombre de manifestarse. Cuando esta se plasma en el papel, delimita una zona, supone un paso que induce a otro, otro espacio, y este a otro, de modo que de su sucesión nace todo un mundo. Leonardo, el gran creador del Renacimiento, movido por su inquietud intelectual, además de cultivar las artes plásticas, recurrió a la escritura como medio gracias al cual su mente podía transitar por todos los terrenos y avanzar sin tregua. Consciente de que llegaría a zonas inexploradas e inaceptables para sus coetáneos, empleó un modo que dificultaba su lectura, solo posible a través de un espejo. Anotando lo que observaba, descubría o estudiaba, llevó a cabo una suerte de enciclopedia tan abarcadora como variopinta, de la que ofrecemos aquí una breve selección. A su muerte, casi todos sus manuscritos se dispersaron, y poco se sabía de ellos en comparación con la rotunda presencia de las obras nacidas de su pincel. El paso del tiempo los ha hecho accesibles, despertando el asombro de quien los conoce, ante la multitud de intereses y cantidad de descubrimientos que encierran. Con recato, pero sin limitar ese instinto que lo empujaba siempre más allá, escribía Leonardo, siendo tal vez el primer sorprendido. Por ello, ante aquel recuerdo inicial, sin duda se decía que bien pudo ser un pájaro de alto vuelo el que lo despertara a la expresión y a los sentidos, invitándolo a remontarse más y más para captar un panorama progresivamente abarcador.

Nacido en Anchiano, muy cerca de Vinci, en 1452, hijo natural del notario Piero, se trasladó con él a Florencia a los 17 años y allí se formó en el taller de Verrocchio, donde estudiaban Sandro Botticelli, Pietro Perugino y Lorenzo di Credi. En los talleres del Renacimiento no solo se profundizaba en el arte sino en la artesanía, la ingeniería y la técnica mecánica. Es decir, en ellos el artista aprendía a dibujar, modelar y esculpir, y también a planear máquinas, puentes, edificios o construir obras públicas. Pero el impulso de Leonardo lo llevó pronto a relacionarse con otros estudiosos. Tuvo así ocasión de conocer a astrónomos y geógrafos, como Toscanelli, o matemáticos, como Benedetto Aritmetico, y de hacer amistad con Luca Pacioli, cuya De divina proportione (publicada en 1509) ilustró. Su vida se convirtió pronto en una aventura de arte y ciencia. Guiado por la altura que alcanza un milano, Leonardo tuvo una visión certera del entorno y también de su propio interior. Fiel a sí mismo, experimentó en terrenos desconocidos, abriendo vías a invenciones que se realizarían siglos después. Como él presentía, este camino no siempre resultó comprensible para sus coetáneos. Así Pietro de Nuvolara escribía en 1501 a Isabella d’Este, deseosa de una obra suya: «En resumen, sus experimentos matemáticos lo han distraído tanto del pintar que no puede soportar el pincel»; y Baltasar de Castiglione, en El cortesano, afirmaba: «Otro de los primeros pintores del mundo desprecia este arte, en el que es un genio, y se ha puesto a estudiar filosofía». Tampoco Vasari se explicaba su empezar y no acabar algunas obras y dejar otras sin atender, aunque fueran peticiones de la alta aristocracia. Con todo, desde un principio, la genialidad artística de Leonardo fue reconocida.
Tras vivir en Florencia diez años, en 1482 pasó a Milán, a la corte de Ludovico el Moro, donde planeó el famoso caballo de bronce, que debía tener siete metros de altura, monumento homenaje al padre de aquel, Francesco Sforza. Trabajó en él dieciséis años, pero no lo vio concluido: el mismo Ludovico le hacía otros encargos, interrumpiendo su trabajo y sin considerar siquiera su condición económica. El pintor se lamentaba: «Si su señoría creyera que tengo dinero se equivocaría, porque he mantenido seis bocas [los ayudantes] treinta y seis meses y he obtenido cincuenta ducados… Del caballo no diré nada, pues conozco los tiempos». En otra ocasión la queja de Leonardo concluía: Fa come ti piace, che ogni cosa ha la sua morte, «haz lo que te parezca, que cada cosa tiene su muerte». Tal vez presentía que ni siquiera el boceto de aquel monumento tendría larga vida: acabó siendo fundido por las tropas francesas para hacer cañones. De todos modos, en Milán pintó La Virgen de las rocas y La última cena, para la iglesia de Santa Maria delle Grazie y, además, se ocupó de muchas otras cuestiones, sobre todo del problema de las aguas, movido por las obras hidráulicas que se le presentaban. Puso de este modo las bases de la ingeniería moderna.



También en Milán, en 1484, tras una peste, Leonardo concibió el proyecto de la «ciudad ideal». Esta carecería de murallas y estaría construida en distintos planos y su tráfico se realizaría a través de canales navegables. Años fecundos, pues, para él: estudió además nuevas máquinas para hilar y tejer la lana, y llevó a cabo las primeras reflexiones sobre el vuelo humano. Pero en 1499, Luis XI de Francia atacó la ciudad, y el artista partió hacia Mantua, luego a Venecia y, finalmente, volvió a instalarse en Florencia, donde el confaloniero Pier Soderini le encargó el fresco de La batalla de Anghiari para la sala del Gran Consejo del Palazzo Vecchio. Hizo los bocetos… Y pintó la Gioconda. Y siguió sus investigaciones sobre el vuelo humano, la anatomía y los canales.

En 1513, llamado por Giuliano dei Medici, hermano del nuevo papa León X, Leonardo partió a Roma. Allí se entregó fundamentalmente a los estudios científicos y anatómicos. Estos últimos los llevaba a cabo en el Hospital de la ciudad, de noche y a ocultas, pues se atribuían prácticas mágicas y sacrílegas al estudio de los cadáveres. Un tal Giovanni Tedesco, envidioso de las simpatías que despertaba en Giuliano dei Medici, sembró la maledicencia, y acabaron por impedirle entrar en el Hospital. Giuliano evitó que sucediera algo peor, pero cuando este dejó Roma, en 1515, también Leonardo lo hizo. Con tristeza partió luego a Amboise (1516), donde, aunque se le paralizó la mano derecha, siguió con el estudio de las aguas, ahora pensando en la canalización del Loira, y escribió un ensayo y extensas notas sobre el diluvio, donde enfocaba el proceso bíblico desde sus observaciones, adelantando al menos en dos siglos la tesis de la geología moderna.

En Roma había estado enfermo por la intensidad de su trabajo. La fosa del Castel Sant’Angelo le había dado pie a observaciones sobre acústica, los jardines del Vaticano, a investigaciones zoológicas y botánicas y a experimentar con el vuelo de los pájaros. Alto, siempre más alto, lo llevaba aquel ave madrina. De este periodo data su conocido autorretrato, que, se ha dicho, se corresponde con el rostro de Platón de la Escuela de Atenas, de Rafael, también de estos años. Esta perpetua ampliación de horizontes fue dando asombrosos resultados, casi secretos: en Milán, La última cena lo llevó a la escritura del Tratado de luz y sombra, el proyectado monumento a Sforza al Tratado sobre la anatomía del caballo y sobre los métodos de fusión en bronce, las obras de arquitectura civil y militar a los estudios sobre hidráulica y al Tratado del movimiento local, de las percusiones y pesos de las fuerzas todas.

En Florencia, tras iniciar con entusiasmo la Batalla de Anghiari, la abandonó, lo mismo hizo con Adán y Eva, la Cabeza de Medusa y la Adoración de los Magos. Otros intereses lo requerían: de 1504 data el Códice sobre el vuelo de los pájaros, de 1505 la obra matemática en torno a las secciones esféricas, los estudios de perspectiva (empezados en 1482), los de anatomía (nunca abandonados desde 1489), los de mecánica, y, desde 1500, los trabajos para la canalización del Arno, por no mencionar que llegó a resultados decisivos en otros campos de la ciencia: meteorología, geografía, botánica, física, astronomía, fisiología y matemáticas, sin contar sus escritos literarios, sobre las artes y sus apuntes filosóficos. La cantidad de textos reunidos llegó a ser tal que, en un momento dado, Leonardo sintió la necesidad de reordenarlos. Sin duda en su rostro también entonces se esbozó una sonrisa al ver todos aquellos papeles donde se encerraban descubrimientos sorprendentes escritos de modo no descifrable de primer intento. ¿Podía decir abiertamente, por ejemplo, que para él el alma y Dios no son objeto de ciencia porque son cose improbabili? Sí, él no se movía con prejuicios teológicos, ni hacía caso de las escrituras ni la autoridad de los filósofos escolásticos, él liberaba el pensamiento de servir al dogma.

En su indagación de la naturaleza planteó y resolvió problemas fundamentales, anticipándose a Galileo y Bacon. Su amor por ella le hizo descubrir, a través de la experiencia, el movimiento incesante que transforma vida en muerte y muerte en vida. Su pensamiento sobre el destino del hombre no era místico o idílico, sino naturalista. No se planteaba la inmortalidad personal del alma, sino un regreso a la primigenia sustancia del universo, donde se llevaban a cabo profundas mutaciones; sabía que la existencia humana se basaba en «la esperanza y el deseo de repatriarse y volver al primitivo caos». No sin ironía escribió: «la definición del alma la dejo a las mentes de los frailes, padres de pueblos, los cuales, por inspiración, saben todos los secretos».
Pero había mucho más, había cosas que, por responsabilidad de científico, ni siquiera anotaría: «yo no escribo mi modo de estar bajo el agua y cuánto puedo estar sin comer; esto no lo publico y divulgo por la mala naturaleza de los hombres, que usarían los asentamientos en el fondo de los mares para romper las naves en su base y sumergirlas con los hombres que están dentro».

 Para él, el conocimiento del arte era el mismo que el de la ciencia: la naturaleza y el hombre. Su impulso hacia el saber era tan fuerte que lo llevaba a interesarse más por el método y el proceso cognoscitivo que por el rematado de las empresas. Leonardo no podía dejar de sonreír. En Florencia, donde la vida cultural estaba dominada por la academia platónica, los literatos no apreciaban el trabajo de los investigadores de las artes mecánicas, y él no sabía latín, era un omo sanza lettere, «un hombre sin letras»… Pero el motivo por el que se rebelaba contra los trombetti e recitatori dell’altrui opere, no era este. Él afirmaba que la pintura era una verdadera ciencia o discorso mentale y la ponía por encima del gridore de las vanas polémicas silogísticas. Tampoco proclamaba abiertamente, pero lo escribía:
  • Sé bien que, por no ser yo literato, a algún presuntuoso le parecerá razonable poder desaprobarme alegando que yo soy un hombre sin letras. ¡Gente necia! No saben esos tales que yo podría, como Mario respondió a los patricios romanos, replicar, diciendo: «aquellos que se adornaron con los esfuerzos de otros, no quieren concederme a mí los míos». Dirán que yo, por no tener letras, no podré decir bien aquello de lo que quiero tratar. Estos no saben que mis cosas se han de extraer más de la experiencia que de la palabra de otro; la cual fue maestra de quien escribió bien, y así por maestra la tomo y la citaré en todo caso.
Leonardo tenía su propia palabra, era un gran conversador —Ludovico Sforza quedó seducido por ello—, y ese don se refleja en sus escritos: máxima claridad y concisión, pocos medios e intensidad expresiva. En algunos casos, las correcciones para aclarar el texto eran numerosas. Había comprendido que la ciencia necesitaba el apoyo del uso constante y bien definido de las palabras. En otros casos se entregaba a la escritura y parece adelantarse al stream of consciousness de Joyce, pero siempre siguiendo su intento orientado a un solo fin: conocer las leyes de los fenómenos y describir las formas naturales.

Y son naturales tanto las imágenes geométricas como el movimiento del aire y el agua. Así, el ojo de Leonardo afina enormemente en todos cuantos aspectos se le ofrecen y los relaciona con fines prácticos, del mismo modo que estudia la conducta de los animales y las plantas, que también se mueven, siempre para llegar a una conclusión, cuanto menos, ejemplar. Entre unas cosas y otras recoge, junto a sus descubrimientos, saberes tradicionales, llevándolos a sus máximas consecuencias. Fábulas, bestiarios, alegorías, reflexiones, escritos estilísticamente cuidados, expresiones aforísticas, todo lo anota, porque así se fija y permite avanzar. Probablemente Leonardo encarna el ejemplo fundamental de lo que significan para el hombre la palabra y la escritura.

Durante un largo periodo, tuve como libro de cabecera los dibujos de Leonardo, algunos de los cuales remitían a textos —yo conocía solo sus escritos sobre pintura—. Mi amistad con hispanistas y escritores italianos me había ido revelando el placer de leer en su lengua y lanzando a alguna traducción ocasional. En este hecho tuvo un papel muy importante el novelista Franco Tagliafierro. Delante de mi casa está la librería italiana. Pues bien, un día, sin pensarlo, bajé y compré todos los libros que había de textos de Leonardo da Vinci. Nada sabía entonces de sus fábulas y alegorías ni de sus reflexiones filosóficas. Me lancé a la lectura con entusiasmo. Había palabras que no comprendía, a pesar de lo cual empecé a traducir algún fragmento. Poco a poco, y en vista de que no había una coincidencia matemática en la presentación de los textos, los fui colocando unos junto a otros y estructuré un libro. Por suerte Franco tiene en su casa un diccionario de la lengua italiana en 21 tomos. Sin su ayuda mi impetuoso intento habría sido imposible. Esto le debo y mucho más, la alegre compañía que supone su generosidad. El resultado está en estas páginas. En cuanto al lector le pido perdón por mi osadía.

C. J.
El tratado de la pintura es uno de los textos más conocidos de Leonardo. En él su discípulo Giovanni Francesco Melzi reunió las reflexiones que a lo largo de su vida fue haciendo su maestro en torno a la pintura, desde un punto de vista material más que filosófico.  Es decir, sus ideas en torno a la luz, la perspectiva, los colores, la técnica en definitiva que debe dominar el autor de un cuadro.

Ofrecemos a continuación un extenso extracto  de este libro. Si se desea una edición actual del mismo, en librerías pueden encontrarse las siguientes ediciones:
  • El  tratado de la pintura (2011). Máxtor, edición facsímil
  • Tratado de pintura (2013). Alianza Editorial.
  • Tratado de pintura (2004). Akal.


I. Lo que primeramente debe aprender un joven.
El joven debe ante todas cosas aprender la Perspectiva para la justa medida de las cosas después estudiar copiando buenos dibujos, para acostumbrarse a un contorno correcto: luego dibujará el natural para ver la razón de las cosas que aprendió antes; y últimamente debe ver y examinar las obras de varios Maestros, para adquirir facilidad en practicar lo que ya ha aprendido.
II. Qué estudio deben tener los jóvenes.
El estudio de aquellos jóvenes que desean aprovechar en las ciencias imitadoras de todas las figuras de las cosas criadas por la naturaleza, debe ser el dibujo, acompañado de las sombras y luces convenientes al sitio en que están colocadas las tales figuras.
III. Qué regla se debe dar de los principiantes.
Es evidente que la vista es la operación más veloz de todas cuantas hay, pues solo en un punto percibe infinitas formas; pero en la comprensión es menester que primero se haga cargo de una cosa, y luego de otra: por ejemplo: el lector verá de una ojeada toda esta plana escrita, y en un instante juzgará que toda ella está llena de varias letras; pero no podrá en el mismo tiempo conocer qué letras sean, ni lo que dicen; y así es preciso ir palabra por palabra, y línea por línea enterándose de su contenido. También para subir a lo alto de un edificio, tendrás que hacerlo de escalón en escalón, pues de otro modo será imposible conseguirlo. De la misma manera, pues, es preciso caminar en el arte de la Pintura. Si quieres tener una noticia exacta de las formas de todas las cosas, empezarás por cada una de las partes de que se componen, sin pasar a la segunda, hasta tener con firmeza en la memoria y en la práctica la primera. De otro modo, o se perderá inútilmente el tiempo, o se prolongará el estudio: y ante todas cosas es de advertir, que primero se ha de aprender la diligencia que la prontitud.
IV. Noticia del joven que tiene disposición para la Pintura.
Hay muchos que tienen gran deseo y amor al dibujo, pero ninguna disposición; y esto se conoce en aquellos jóvenes, a cuyos dibujos les falta la diligencia, y nunca los concluyen con todas las sombras que deben tener. [...]


XI. Precepto al pintor
El pintor que en nada duda, pocos progresos hará en el arte. Cuando la obra supera al juicio del ejecutor, no adelantará más este; pero cuando el juicio supera a la obra, siempre irá esta mejorando, a menos que no lo impida la avaricia. [...]



XXIV. Nadie debe imitar de otro
Nunca debe imitar un pintor la manera de otro, porque entonces se llamará nieto de la naturaleza, no hijo; pues siendo la naturaleza tan abundante y varia, más propio será acudir a ella directamente, que no a los Maestros que por ella aprendieron. [...]
 

XLVIII. De la figura y su división
La figura se divide También en dos partes, que son la proporción las partes entre sí, que deben ser correspondientes al todo igualmente: y el movimiento apropiado al accidente mental de la cosa viva que se mueve.
XLIX. Proporción de los miembros
La proporción de los miembros se divide en otras dos partes, que son la igualdad y el movimiento. Por igualdad se entiende, además de la simetría que debe tener respectiva al todo, el no mezclar en un mismo individuo miembros de anciano con los de joven, ni gruesos con delgados, ni ligeros y gallardos con torpes y pesados, ni poner en el cuerpo de un hombre miembros afeminados. Asimismo las actitudes o movimientos de un viejo no deben representarse con la misma viveza y prontitud que los de un joven, ni los de una mujer como los de un hombre, sino que se ha de procurar que el movimiento y miembros de una persona gallarda sean de modo que ellos mismos demuestren su vigor y robustez.
L. De los varios movimientos y operaciones.
Las figuras deben representarse con aquella actitud propia únicamente de la operación en que se fingen; de modo que al verlas se conozca inmediatamente lo que piensan o lo que quieren decir. Esto lo conseguirá mejor aquel que estudie con atención los movimientos y ademanes de los mudos, los cuales solo hablan con el movimiento de las manos de los ojos, de las cejas y de todo su cuerpo, cuando quieren dar a entender con vehemencia lo que aprenden. No parezca cosa de chanza el que yo señale por Maestro uno que no tiene lengua, para que enseñe un arte en que se halla ignorante; pues mucho mejor enseñará él con sus gestos, que cualquiera otro con su elocuencia. Y así tú, pintor, de cualquiera escuela que seas, atiende según las circunstancias, a la cualidad de los que hablan, y a la naturaleza de las cosas de que se habla.

LX. De las sombras.
Las sombras que el pintor debe imitar en sus obras son las que apenas se advierten, y que están tan deshechas, que no se ve donde acaban. Copiadas estas con la misma suavidad que en el natural aparecen, quedará la obra concluida ingeniosamente.
LXI Cómo se deben dibujar los niños.
Los niños se deben dibujar con actitudes prontas y vivas, pero descuidadas cuando están sentados; y cuando están de pie se deben representar con alguna timidez en la acción.
LXII. Cómo se deben pintar los ancianos.
Los viejos se figurarán con tardos y perezosos movimientos, dobladas las rodillas cuando están parados, los pies derechos, y algo distantes entre sí: el cuerpo se hará también inclinado, y mucho más la cabeza, y los brazos no muy extendidos.
LXIII. Cómo se deben pintar las viejas.
Las viejas se representarán atrevidas y prontas, con movimientos impetuosos (casi como los de las furias infernales); pero con más viveza en los brazos que en las piernas.
LXIV. Cómo se dibujarán las mujeres.
Las mujeres se representarán siempre con actitudes vergonzosas juntas las piernas, recogidos los brazos, la cabeza baja y vuelta hacia un lado. [...]


LXVIII. Modo de representar los términos lejanos.
Es  claro que hay aire grueso y aire sutil, y que cuanto más se va elevando de la tierra, va enrareciéndose más, y haciéndose más transparente. Los objetos grandes y elevados que se representan en término muy distante, se hará su parte inferior algo confusa, porque se miran por una línea que ha de atravesar por medio del aire más grueso; pero la parte superior aunque se mira por otra línea, que También atraviesa en las cercanías de la vista por el aire grueso, como lo restante camina por aire sutil y transparente, aparecerá con mayor distinción. Por cuya razón dicha línea visual cuanto más se va apartando de ti, va penetrando un aire más y más sutil. Esto supuesto, cuando se pinten montañas se cuidará que conforme se vayan elevando sus puntas y peñascos, se manifiesten más claras y distintas que la falda de ellas; y la misma gradación de luz se observará cuando se pinten varias de ellas distantes entre sí, cuyas cimas cuanto más encumbradas, tanta más variedad tendrán en forma y color.
LXIX El aire se representará tanto más claro, cuanto más bajo esté.
La razón de hacerse esto así es, porque siendo dicho aire mucho más grueso en la proximidad de la tierra, y enrareciéndose a proporción de su elevación; cuando el sol está todavía á levante, en mirando hacia poniente, tendiendo igualmente la vista hacia el mediodía y norte, se observará que el aire grueso recibe mayor luz del sol que no el sutil y delgado; porque allí encuentran los rayos más resistencia. Y si termina a la vista el Cielo con la tierra llana, el fin de aquel se ve por la parte más grosera y blanca del aire, la cual alterará la verdad de los colores que se miren por él, y parecerá el Cielo allí más iluminado que sobre nuestras cabezas; porque aquí pasa la línea visual por menos cantidad de aire grueso y menos lleno de vapores groseros.

XCV. Del conocimiento de los movimientos del hombre.
Es preciso saber con exactitud todos los movimientos del hombre, empezando por el conocimiento de los miembros y del todo, y de sus diversas articulaciones, lo cual se conseguirá apuntando brevemente con pocas líneas las actitudes naturales de los hombres en cualesquiera accidentes o circunstancias, sin que estos lo adviertan, pues entonces distrayéndose de su asunto, dirigirán el pensamiento hacia ti, y perderán la viveza e intención del acto en que estaban, como cuando dos de genio bilioso altercan entre sí, y cada uno cree tener de su parte la razón, que empiezan a mover las cejas, los brazos y las manos con movimientos adecuados a su intención y a sus palabras. Todo lo cual no lo podrías copiar con naturalidad, si les dijeses que fingiesen la misma disputa y enfado, u otro afecto o pasión, como la risa, el llanto, el dolor, la admiración, el miedo. Por esto será muy bueno que te acostumbres a llevar contigo una libretilla de papel dado de yeso, y con un estilo o punzón de plata o estaño anotar con brevedad todos los movimientos referidos, y las actitudes de los circunstantes y su colocación, lo cual te enseñará a componer una historia: y luego que esté llena la dicha libreta, la guardarás con cuidado para cuando te se ofrezca: y es de advertir que el buen pintor ha de observar siempre dos cosas muy principales, que son el hombre y el pensamiento del hombre en el asunto que se va a representar; lo cual es importantísimo. [...]


CXVIII. La belleza de un color debe estar en la luz.
Si es cierto que solo conocemos la cualidad de los colores mediante la luz, y que donde hay más luz, con más claridad se juzga del color; y que en habiendo oscuridad, se tiñe de oscuro el color; sale por consecuencia que el pintor debe demostrar la verdadera cualidad de cada color en los parajes iluminados. [...]


CXXI. De la mezcla de los colores.
Aunque la mezcla de los colores se extiende hasta el infinito, no obstante diré algo sobre el asunto. Poniendo primero en la paleta algunos colores simples, se mezclarán uno con otro: luego dos a dos, tres a tres, y así hasta concluir el número de ellos. Después se volverá a mezclar los colores dos con dos, tres con tres, cuatro con cuatro hasta acabar; y últimamente a cada dos colores simples se les mezclarán tres, y luego otros tres, luego seis, siguiendo la mezcla en todas las proporciones. Llamo colores simples a aquellos que no son compuestos, ni se pueden componer con la mixtión del negro y blanco, bien que estos no se cuentan en el número de los colores; porque el uno es oscuridad, el otro luz, esto es, el uno privación de luz, y el otro generativo de ella: pero no obstante yo siempre cuento con ellos, porque son los principales para la Pintura, la cual se compone de sombras y luces que es lo que se llama claro y oscuro. Después del negro y el blanco sigue el azul y el amarillo; luego el verde, el leonado (o sea ocre oscuro), y finalmente el morado y rojo. Estos son los ocho colores que hay en la naturaleza, con los cuales empiezo a hacer mis tintas o mezclas. Primeramente mezclaré el negro con el blanco, luego el negro con el amarillo y después con el rojo; luego el amarillo con el negro y encarnado, y porque aquí me falta el papel (dice el autor), omito esta distinción para hacerla con toda prolijidad en la obra que daré a luz, que será de grande utilidad y aun muy necesaria; y esta descripción se pondrá entre la teórica y la práctica. [...]


CCCXXXII. Varios preceptos para la Pintura.
Toda superficie de cuerpo opaco participa del color que tenga el objeto transparente que se halle entre la superficie y la vista: y tanto más intensamente cuanto más denso sea el objeto y cuanto más apartado esté de la vista y de la superficie.
El contorno de todo cuerpo opaco debe estar menos decidido á proporción de lo distante que esté de la vista.
La parte del cuerpo opaco que esté más próxima a la luz que la ilumina, estará más clara; y la que se halle más cercana a la sombra que la obscurece, más oscura.
Toda superficie de cuerpo opaco participa del color de su objeto con más o menos impresión según lo remoto o cercano que se halle dicho objeto, o según la mayor o menor fuerza de su color. Los objetos vistos entre la luz y la sombra parecerán de mucho más relieve que en la luz o en la sombra.
Si las cosas lejanas se pintan muy concluidas y decididas parecerá que están cerca; por lo que procurará el pintor que los objetos se distingan á proporción de la distancia que representan. Y si el objeto que copia tiene el contorno confuso y dudoso lo mismo lo debe imitar en la Pintura.
En todo objeto distante parece su contorno confuso y mal señalado por dos razones: la una es porque llega a la vista por un ángulo tan pequeño y se disminuye tanto, que viene a sucederle lo que a los objetos pequeñísimos que aunque estén arrimados a la vista, no es posible el distinguir su figura, como por ejemplo las uñas de los dedos, las hormigas, o cosa semejante. La otra es, que se interpone entre la vista y el objeto tanto aire, que por sí se vuelve grueso y espeso y con su blancura aclara las sombras, y de oscuras las vuelve de un color que tiene el medio entre el negro y el blanco, que es el azul.
Aunque la larga distancia hace perder la evidencia de la figura de muchos objetos; con todos aquellos que estén iluminados por el sol parecerán con mucha claridad y distinción; pero los que no quedarán rodeados de sombra y confusamente. Y como el aire cuanto más bajo es más grueso los objetos que estén en bajo llegarán a la vista no distintamente; y al contrario.
Cuando el sol pone encendidas á las nubes que se hallan por el horizonte, participarán también del mismo color aquellos objetos, que por lo distantes parecían azules: de aquí se originará una tinta con lo azul y lo rojo que dará mucha alegría y hermosura á un paisaje, y todos los objetos que reciban la luz de este rosicler, si son densos, se verán muy distintamente y de color encendido.
El aire, igualmente para que esté transparente participará También de este mismo color, á manera del que tienen los lirios.
El aire que se halla entre el sol y la tierra al tiempo de ponerse aquel o al salir, debe siempre ocupar todas las cosas que están detrás de él más que ninguna otra parte. Esto es porque el aire entonces tira más á blanco.
No se señalarán los perfiles o contornos de un cuerpo de modo que insista sobre otro, sino que cada figura resalte por sí misma.
Si el término de una cosa blanca insiste sobre otra cosa blanca, si es curvo, hará oscuro por su naturaleza y será la parte más oscura que tenga la masa luminosa: pero si cae sobre campo oscuro entonces el término parecerá la parte más clara de la masa oscura.
La figura que insista en campo más variado resaltará más que cualquiera otra.
A larga distancia lo primero que se pierde es el término de aquellos cuerpos de color semejante, si se mira el uno sobre el otro, como cuando se ve la copa de una encina sobre otra. A mayor distancia se perderá de vista el término o contorno de los cuerpos que tengan una medía tinta, si insisten unos sobre otros, como árboles, barbechos, murallas, ruinas, montes o peñascos; y lo último se perderá el término de los cuerpos que caigan claro sobre oscuro, y oscuro sobre claro.
De dos objetos colocados á igual altura sobre la vista, el que esté más remoto de ella parecerá que está más bajo: pero si están situados bajo los ojos el más próximo a la vista parecerá más bajo: y los paralelos laterales concurrirán al parecer en un punto.
Los objetos situados cerca de un río se divisan menos á larga distancia que los que están lejos de cualquier sitio húmedo o pantanoso.
Entre dos cosas igualmente densas la que esté más cerca de la vista parecerá más enrarecida y la más remota, más densa.
El ojo cuya pupila sea mayor verá los objetos con mayor tamaño. Esto se demuestra mirando un cuerpo celeste por un pequeño agujero hecho con una aguja en un papel, en el cual como la luz no puede obrar sino en un espacio muy corto parece que el cuerpo disminuye su magnitud respecto de los grados que se quitan a la luz.
El aire grueso y condensado, interpuesto entre un objeto y la vista, confunde el contorno del objeto, y lo hace parecer mayor de lo que es en sí. La razón es, porque la Perspectiva lineal no disminuye el ángulo que lleva al ojo las especies de aquel objeto, y la perspectiva de los colores la impele y mueve a mayor distancia de la que tiene; y así la una lo aparta de la vista, y la otra lo conserva en su, magnitud.
Cuando el sol está en el ocaso la niebla que cae condensa el aire y los objetos a quienes no alcanza el sol quedan obscurecidos y confusos, poniéndose los otros a quienes da el sol de color encendido y amarillo según se advierte al sol cuando va a ponerse. Estos objetos se perciben distintamente en especial si son edificios y casas de alguna Ciudad o lugar, porque entonces la sombra que hacen es muy oscura y parece que aquella claridad que tienen nace de una cosa confusa e incierta; porque todo lo que el sol no registra queda de un mismo color.
El objeto iluminado por el sol lo es también por el aire, de modo que se producen dos sombras de las cuales aquella será más fuerte, cuya línea central se dirija en derechura al sol. La línea central de la luz primitiva y derivativa ha de coincidir con la línea central de la sombra primitiva y derivativa.
Mirando al sol en el poniente hace el espectáculo más hermoso, pues entonces ilumina con sus rayos la altura de los edificios de una Ciudad, los castillos, los corpulentos árboles del campo y los tiñe á todos de su color, quedando lo restante de cada uno de estos objetos con poco relieve; porque como solo reciben la luz del aire, tienen poca diferencia entre sí sombras y claros, y por eso resaltan poco. Las cosas que en ellos sobresalen algo, da en ellas el sol, y, como queda dicho, se imprime en ellas su color: por lo que con la misma tinta que se pinte el sol se ha de mezclar aquella con que el pintor toque los claros de estos objetos.
Muchas veces sucede que una nube parece oscura sin que la haga sombra otra nube separada de ella; y esto sucede según la situación de la vista; porque suele verse solo la parte umbrosa de la una, y de la otra la parte iluminada.
Entre varias cosas que estén a igual altura la que esté más distante de la vista parecerá más baja: la nube primera aunque está más baja que la segunda, parece que está más alta, como demuestra en la figura el segmento de la pirámide de la primera nube baja, respecto de la segunda. Esto sucede cuando creemos ver una nube oscura más alta que otra iluminada por los rayos del sol en oriente o en occidente. [...]

CCCXL. Varios preceptos para la Pintura.
El contorno y figura de cualquier parte de un cuerpo umbroso no se puede distinguir ni en sus sombras, ni en sus claros, pero las partes interpuestas entre la luz y la sombra de tales cuerpos se distinguen exactamente. La Perspectiva que se usa en la Pintura tiene tres partes principales: la primera trata de la disminución que hace el tamaño de los objetos á diversas distancias: la segunda trata de la disminución de sus colores; y la tercera del oscurecimiento y confusión de contornos que sobreviene a las figuras vistas desde varias distancias.
El azul del aire es un color compuesto de claridad y tinieblas. Llamo a la luz causa de la iluminación del aire en aquellas partículas húmedas que están repartidas por todo él: las tinieblas son el aire puro que no está dividido en átomos o partículas húmedas en donde puedan herir los rayos solares. Para esto puede servir de ejemplo el aire que se interpone entre la Vista y una montaña sombría a causa de la muchedumbre de árboles que en ella hay, o sombría solamente en aquella parte en donde no da el sol, y entonces el aire se vuelve azul allí, y no en la parte luminosa, ni menos en donde la montaña esté cubierta de nieve.
Entre cosas igualmente oscuras y distantes, la que insista sobre campo más claro, se verá con más distinción; y al contrario.
El objeto que tenga más blanco y negro tendrá asimismo más relieve que cualquier otro: no obstante, el pintor debe poner en sus figuras las tintas más claras que pueda; pues si su color es oscuro, quedan con poco relieve y muy confusas desde lejos; porque entonces todas las sombras son oscuras, y en un vestido oscuro hay poca diferencia entre la luz y la sombra, lo que no sucede en los colores claros. [...]

Se conocen como Códices Madrid los manuscritos de Leonardo conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid.



Pueden consultarse a través de una aplicación: Leonardo interactivo

Códice Atlántico

Se denomina Códice Atlántico (Codex Atlanticus) una colección de dibujos y escritos de Leonardo da Vinci que tiene doce cuadernos. Consta de 1119 hojas escritas o dibujadas entre 1478 y 1519, en que trata de los  fundamentos del vuelo, de armamento, de instrumentos musicales, de matemática y de botánica. El códice fue recopilado por el escultor Pompeo Leoni a finales del siglo XVI y se conserva en la Biblioteca Ambrosiana de Milán.






Códice Atlántico (en italiano)

Códice sobre el vuelo de los pájaros

Como en tantas otras cosas, la portentosa imaginación de Leonardo le llevó a adelantar inventos y posibilidades que tardarían siglos en materializarse. Su Códice sobre el vuelo de los pájaros recoge sus observaciones sobre el vuelo de las aves.

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